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Ven, acércate. Te lastimaré para siempre.

¿Somos niños grandes?

¿No hemos crecido o acaso hemos crecido sin madurar?
La imagen del espejo le responde a mi pregunta.
“Siempre tendrás la edad de la primera vez que te rompieron el corazón.”
Llueve sin parar, tanto, que no me doy cuenta si estoy llorando o no.
¿A qué edad te soltaron la mano por primera vez? ¿A qué edad te enseñaron que todo era imposible, que no valías lo suficiente, que no eras capaz?
¿A qué edad te enseñaron que participar no vale la pena ya que nunca podrás ganar?
A mí me lo enseñaron a los 6.
Y no importa cuántos tatuajes tenga, ni cuántas tarjetas de crédito denuncie robadas con voz de mujer de 32… siempre seremos los niños que hemos sido; disfrazados de azafatas, de pilotos, de oficinistas, de vendedores, de productores, de médicos, de abogados, de maestros…
Había una vez una nuez. Esa nuez estaba hecha de cerebro. Ese cerebro era gris y tenía muchas células, venas, conectores y cosas flasheras.
En el medio de ese cerebro había un escritorio, unos papeles, un libro y un martillo.
Las 24 horas, en ese escritorio, trabajaba un juez. El juez estaba a cargo de dictar sentencia con su martillo, el juez decía SI el juez decía NO.
Lo que más le gustaba al juez era decir que NO. Era lo que le salía naturalmente, lo que estaba más acostumbrado a hacer.
No es que fuera malo el juez. Era severo y muy responsable. Se basaba en los hechos que aparecían en sus papeles y, según toda esa bibliografía, había que decir que no.
Las sentencias del juez, bajaban desde su martillo, filtrándose por el escritorio que estaba enchufado al piso por unos conectores de celulosa permeable.  El piso estaba hecho de nuez, o sea, de cerebro.
Me levanté un día a los 6 años, y al abrir los ojos, aprendí.
Aprendí durante 5, 6, 7 años. Me mareé y me desmayé.
Me desperté 20 años después y ahí seguía el juez, preso de sus papeles, de su escritorio, de su propia nuez.
Diciéndome que no, todos los putos días de mi vida.
Luchar por la libertad no es pelearse con la policía. No es pelearse con la Iglesia, no es pelear con Dios.
Ser libre es abrazar al Juez.
Ayer a la tarde desarmé la valija. Saqué el delantal del servicio, saqué el QRH, saqué la pinza y el contador.
Dejé todo arriba de la cama, besé a mis amores y partí.
Llevé conmigo lo que necesitaba para enfrentarme con él.
Llovía sin parar.
Caminé durante horas, la gente me empujaba, presencié asesinatos, suicidios, robos, enfermedades, fracasos y mucho dolor.
Pero finalmente llegué.
Subí las 320 escaleras que me separaban de su escritorio color nuez.
El estaba ahí.
Me vio llegar llorando, mojada, con mi carry on destrozado, los zapatos agujereados y los ojos borroneados.
Estornudé.
No dijo salud.
Abrí el carry y saqué un libro que decía FBO, lo sequé con las manos y mirándolo a los ojos, lo puse sobre su escritorio.
Tomó el martillo, golpeó la nuez y dijo que NO.
El libro se evaporó.
Revolví en el carry on, encontré un perrito de peluche, un galgo negro, flaco y narigón.
Volvió a golpear, volvió a decir que NO.
El galgo desapareció de mis manos en menos de tres segundos.
Saqué gatitos, saqué sillones, saqué un té verde con leche.
La nuez temblaba con cada NO.
El juez golpeaba con fuerza, su brazo no dejaba de moverse, era una ataque epiléptico de NO.
Saqué mi uniforme de azafata, saqué una bicicleta, saqué un pedazo de campo, saqué un rayo de sol.
Le ofrecí sopa de verduras, drogas duras, coca cola light.
Furioso después del último golpe, apretó un botón rojo y setenta guardias aparecieron, todos vestidos de nuez.
Lo único que me quedaba por sacar era una foto.
Levantó el martillo sin mirarla y cuando estaba por golpear, sin querer, la vio.
Apoyó el martillo al costado y levantó su mano.
Los guardias se evaporaron junto a los galgos, los gatos, el campo, el té verde con leche, los aviones, los sillones…
Tomó la foto con sus manos y la miró detenidamente.
En la foto estabas vos.
Un segundo después de mirarte, el juez se evaporó.
Todos los objetos volvieron a aparecer.
Guardé mi precioso galgo negro, guardé a mi princesa Leia, guardé mi avión.
Caminé por el laberinto nuez sin saber por dónde salir. En cada salida había un escritorio esperándome.
Finalmente lo entendí.
No habrá NO esta vez.
Ahora soy el juez de esta nuez.

Porque si no, es como estar muerto. Igual.

DSC_1690Todos nosotros deberíamos poder

hacer todas esas cosas
que tenemos ganas de hacer
sin que
todos nosotros le digamos
a los demás
que no pueden hacer
las cosas
que tienen ganas de hacer.
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Cambiar la configuración

Me llegó un mail.
Estoy sentada enfrente a la computadora, con un té con miel y limón a mi lado y Emma Hewitt en mis auriculares aullando que sigue esperando.
Lo abro, es un virus, algo que se esparció por todos lados y nadie se molestó en leer.
Lo voy a leer porque es Domingo, lo voy a leer porque no tengo amor y porque soy mejor para dar consejos que para vivir mi propia vida.
El mail dice debo salvar un perro, bajar dos kilos, hacerme depilación definitiva. El mail dice que debo viajar, que debo estudiar varias carreras, que debo comprar 15 empanadas al precio de 12.
El mail dice que mi pelo podría ser perfecto.
Que un auto me espera.
Que el tercer par de botas va gratis, que el terreno en Canning estuvo en mis sueños, que el  sillón en el que estoy durmiendo intenta asesinarme y que debo tirarlo ya.
El mail dice que estoy muerta, así que me chequeo el pulso.

Me tomo un ibupirac, un qura plus, un refrianex. Me tomo un valium, un rivotril, un alplax. Me tomo un té con leche, un campari, un fernet.
Me tomo un taxi, me voy a Ezeiza, me voy de acá.
Toco los perros de Madrid, toco perros en Paris, busco perros perdidos en Berlin. No hay.
Me duermo en un tren, me tomo otras pastillas.
Despierto en tu casa.
Qué hago acá?
Bajá a abrirme, me quiero ir.
Toco perros en la esquina de tu casa, vomito el té.
Tomo el 102 al planetario, está cerrado.
Entro al jardín japonés, le saco fotos a los koi, le tiro pastillas de colores, saltan, vuelan por encima de mi cabeza, hacen triple mortal, se zambullen y me guiñan los ojos, los acaricio y se me mojan las mangas.
Me voy.
Entro a un starbucks y me robo las mentitas. Le pido un té y le digo que me llamo “la concha de tu madre” pero no lo quieren escribir. Me niego a aceptar un té que no lleva mi nombre así que me voy.
Me siguen los perros.
Me despierto en mi sillón. Tomo ponstil forte. Me abrazo a la almohada, se mancha de limón y miel.
Me corre por las venas limón y miel.
Busco algo para ver el color de mi sangre, necesito un cuchillo, una tijera, una gillette.
Mientras sangro, vuelo por la habitación.
Esto es morir?
Esto es enloquecer?

Despierto en la pista de baile.
Todos bailan.
Los miro de cerca, sonríen, se abrazan, cantan.
Intento salir, son demasiados.
Llego a la puerta, salgo a la calle, dejé mi campera adentro.
Me apuro hasta 9 de Julio, cruzo corriendo, me miran los perros, me siento en Lima y Moreno, me quedo esperando acá.

Pasan las horas.

Un auto frena, me subo.
No sé quien es.
Me deja sobre la ruta 2.
Camino 3 kilómetros, abro con mi llave y me meto en la cama.
Se fue el frío.
Y me quedé tan sola.

Los he enterrado a todos.

Abro los ojos, estoy en un avión.
Decido hacerme un té.
Me río de algunos chistes, me pinto las pestañas, miro por la ventana.

Dónde están todos?
Dónde estamos?
Esto no es un lugar.
El cielo no es normal, qué hago acá?
En este preciso momento, no estoy en ningún lugar.

Respiro profundo.

Qué bien que está no estar en ningún lugar.

Abro los ojos, se ha enfriado mi té.
Chequeo mi pulso, parece normal.
El mail va a la carpeta de spam.
No se puede creer en todo lo que uno lee.
Ni en todo lo que uno mismo puede llegar a pensar.

No se puede creer en uno mismo.
Definitivamente no.

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La fiesta vulgar

Hace unas semanas hice una fiesta para recaudar fondos para poder publicar mi primer libro.
Alquilé el lugar, contraté dj, vj, luces para pista, una diseñadora gráfica que me hiciera banners de prensa, posters de decoración, pins, stickers, entradas plastificadas numeradas. Organicé una recepción con cena, vendí las entradas anticipadas, una por una, puerta a puerta.
Armé una página en Facebook donde se publicitaba el evento, La Fiesta Vulgar. La gente comentaba entusiasmada, preguntaba código de vestimenta, tipo de música, horario conveniente de llegada.
El público al que apuntaba la fiesta eran los lectores del blog pronto a transformarse en libro. Ese público es, ni más ni menos que un grupo grande de AZAFATAS.

Seguramente ustedes pensarán que las azafatas leen, como mucho,  el prospecto del OB y la Cosmopolitan. Yo pensaba lo mismo; pero resulta ser que leen; pueden imaginarse cosas en sus cabezas llenas de trenzas, pueden servir café y pegarse el chicle al paladar al mismo tiempo, pueden chupar pija y escuchar una canción, pueden pintarse las uñas y mirar de reojo lo que estás haciendo vos.
Así que yo les dediqué una fiesta. Les dije que se pusieran lo mejor que tuvieran, trajeran sus ganas de bailar, sus bolsos pequeños con dinero para alcohol y su enorme y distintiva vulgaridad.
Y así lo hicieron.
A la una de la mañana entraban, tímidas, de dos en dos. Con sus piernas larguísimas y medias oscuras, con faldas minúsculas y botas eternas, con sus tetas de goma y sus labios brillantes, con el pelo planchado y la piel oliendo a aquí estoy.
Las amo. Amo cada uno de los movimientos de estas mujeres del aire. Amo esa parte del camino en el que su delicadeza se junta con la fortaleza de su carácter. Amo la sensible diplomacia con la que saben decir que no. Amo sus risas falsas y sus ganas de desbarrancar, amo la facilidad con la que entienden, con la que tropiezan y con la que se vuelven a levantar.
Ellas bailaron ante los ojos de cientos de hombres que no entendían nada. Querían tocarlas, tenerlas, usarlas, querían lo que fuera que ellas quisieran dar. Pero ellas no querían dar nada.
Como en una fiesta del instituto, bailaron entre ellas y con sus amigos gays. Se deslizaron hacia abajo, rozándose unas a otras, bebieron de vasos, tomaron pastillas, fumaron cigarrillos para la risa.
Y cuando todo acabó, con su tapado sin abrochar, corrieron por la Avenida Córdoba para tomar un taxi que las llevase a casa.
Mientras tanto, vos, en tu cama, acariciándote los botoncitos de tu triste y solitario Calvin Klein te preguntabas cómo podían existir mujeres así.
Mientras tanto, yo, en la pista, descolgaba las luces y los posters, riendo sólo para mí.

Una vez llegada a casa, me pongo el pijama y me tapo hasta el cuello. La fiesta me da vueltas dentro de la cabeza, tengo recuerdos efedrínicos de momentos de la noche que jamás podré olvidar. Gracias al baile de 200 hermosas mujeres y 100 admiradores secretos, seré capaz de publicar, y toda mi vida, estaré en deuda con una pista de baile, con la magia de la noche y con el enorme poder de la vulgaridad.