Mes: julio 2013
Porque si no, es como estar muerto. Igual.
Todos nosotros deberíamos poder
Cambiar la configuración
Me llegó un mail.
Estoy sentada enfrente a la computadora, con un té con miel y limón a mi lado y Emma Hewitt en mis auriculares aullando que sigue esperando.
Lo abro, es un virus, algo que se esparció por todos lados y nadie se molestó en leer.
Lo voy a leer porque es Domingo, lo voy a leer porque no tengo amor y porque soy mejor para dar consejos que para vivir mi propia vida.
El mail dice debo salvar un perro, bajar dos kilos, hacerme depilación definitiva. El mail dice que debo viajar, que debo estudiar varias carreras, que debo comprar 15 empanadas al precio de 12.
El mail dice que mi pelo podría ser perfecto.
Que un auto me espera.
Que el tercer par de botas va gratis, que el terreno en Canning estuvo en mis sueños, que el sillón en el que estoy durmiendo intenta asesinarme y que debo tirarlo ya.
El mail dice que estoy muerta, así que me chequeo el pulso.
Me tomo un ibupirac, un qura plus, un refrianex. Me tomo un valium, un rivotril, un alplax. Me tomo un té con leche, un campari, un fernet.
Me tomo un taxi, me voy a Ezeiza, me voy de acá.
Toco los perros de Madrid, toco perros en Paris, busco perros perdidos en Berlin. No hay.
Me duermo en un tren, me tomo otras pastillas.
Despierto en tu casa.
Qué hago acá?
Bajá a abrirme, me quiero ir.
Toco perros en la esquina de tu casa, vomito el té.
Tomo el 102 al planetario, está cerrado.
Entro al jardín japonés, le saco fotos a los koi, le tiro pastillas de colores, saltan, vuelan por encima de mi cabeza, hacen triple mortal, se zambullen y me guiñan los ojos, los acaricio y se me mojan las mangas.
Me voy.
Entro a un starbucks y me robo las mentitas. Le pido un té y le digo que me llamo “la concha de tu madre” pero no lo quieren escribir. Me niego a aceptar un té que no lleva mi nombre así que me voy.
Me siguen los perros.
Me despierto en mi sillón. Tomo ponstil forte. Me abrazo a la almohada, se mancha de limón y miel.
Me corre por las venas limón y miel.
Busco algo para ver el color de mi sangre, necesito un cuchillo, una tijera, una gillette.
Mientras sangro, vuelo por la habitación.
Esto es morir?
Esto es enloquecer?
Despierto en la pista de baile.
Todos bailan.
Los miro de cerca, sonríen, se abrazan, cantan.
Intento salir, son demasiados.
Llego a la puerta, salgo a la calle, dejé mi campera adentro.
Me apuro hasta 9 de Julio, cruzo corriendo, me miran los perros, me siento en Lima y Moreno, me quedo esperando acá.
Pasan las horas.
Un auto frena, me subo.
No sé quien es.
Me deja sobre la ruta 2.
Camino 3 kilómetros, abro con mi llave y me meto en la cama.
Se fue el frío.
Y me quedé tan sola.
Los he enterrado a todos.
Abro los ojos, estoy en un avión.
Decido hacerme un té.
Me río de algunos chistes, me pinto las pestañas, miro por la ventana.
Dónde están todos?
Dónde estamos?
Esto no es un lugar.
El cielo no es normal, qué hago acá?
En este preciso momento, no estoy en ningún lugar.
Respiro profundo.
Qué bien que está no estar en ningún lugar.
Abro los ojos, se ha enfriado mi té.
Chequeo mi pulso, parece normal.
El mail va a la carpeta de spam.
No se puede creer en todo lo que uno lee.
Ni en todo lo que uno mismo puede llegar a pensar.
No se puede creer en uno mismo.
Definitivamente no.
La fiesta vulgar
Hace unas semanas hice una fiesta para recaudar fondos para poder publicar mi primer libro.
Alquilé el lugar, contraté dj, vj, luces para pista, una diseñadora gráfica que me hiciera banners de prensa, posters de decoración, pins, stickers, entradas plastificadas numeradas. Organicé una recepción con cena, vendí las entradas anticipadas, una por una, puerta a puerta.
Armé una página en Facebook donde se publicitaba el evento, La Fiesta Vulgar. La gente comentaba entusiasmada, preguntaba código de vestimenta, tipo de música, horario conveniente de llegada.
El público al que apuntaba la fiesta eran los lectores del blog pronto a transformarse en libro. Ese público es, ni más ni menos que un grupo grande de AZAFATAS.
Seguramente ustedes pensarán que las azafatas leen, como mucho, el prospecto del OB y la Cosmopolitan. Yo pensaba lo mismo; pero resulta ser que sí leen; pueden imaginarse cosas en sus cabezas llenas de trenzas, pueden servir café y pegarse el chicle al paladar al mismo tiempo, pueden chupar pija y escuchar una canción, pueden pintarse las uñas y mirar de reojo lo que estás haciendo vos.
Así que yo les dediqué una fiesta. Les dije que se pusieran lo mejor que tuvieran, trajeran sus ganas de bailar, sus bolsos pequeños con dinero para alcohol y su enorme y distintiva vulgaridad.
Y así lo hicieron.
A la una de la mañana entraban, tímidas, de dos en dos. Con sus piernas larguísimas y medias oscuras, con faldas minúsculas y botas eternas, con sus tetas de goma y sus labios brillantes, con el pelo planchado y la piel oliendo a aquí estoy.
Las amo. Amo cada uno de los movimientos de estas mujeres del aire. Amo esa parte del camino en el que su delicadeza se junta con la fortaleza de su carácter. Amo la sensible diplomacia con la que saben decir que no. Amo sus risas falsas y sus ganas de desbarrancar, amo la facilidad con la que entienden, con la que tropiezan y con la que se vuelven a levantar.
Ellas bailaron ante los ojos de cientos de hombres que no entendían nada. Querían tocarlas, tenerlas, usarlas, querían lo que fuera que ellas quisieran dar. Pero ellas no querían dar nada.
Como en una fiesta del instituto, bailaron entre ellas y con sus amigos gays. Se deslizaron hacia abajo, rozándose unas a otras, bebieron de vasos, tomaron pastillas, fumaron cigarrillos para la risa.
Y cuando todo acabó, con su tapado sin abrochar, corrieron por la Avenida Córdoba para tomar un taxi que las llevase a casa.
Mientras tanto, vos, en tu cama, acariciándote los botoncitos de tu triste y solitario Calvin Klein te preguntabas cómo podían existir mujeres así.
Mientras tanto, yo, en la pista, descolgaba las luces y los posters, riendo sólo para mí.
Una vez llegada a casa, me pongo el pijama y me tapo hasta el cuello. La fiesta me da vueltas dentro de la cabeza, tengo recuerdos efedrínicos de momentos de la noche que jamás podré olvidar. Gracias al baile de 200 hermosas mujeres y 100 admiradores secretos, seré capaz de publicar, y toda mi vida, estaré en deuda con una pista de baile, con la magia de la noche y con el enorme poder de la vulgaridad.