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La religión del avión.

Tanto se ha hablado de esto.
Como en toda buena religión, los que creen en ella la explican con palabras inentendibles para los escépticos.
Claro, hablamos en élfico, en klingon, en Alto Valyrio y en aeronáutico furioso. Manejamos los códigos justos para comunicarnos entre nosotros y decirnos las cosas más terribles adelante de los pasajeros, sin perder la sonrisa ni alarmar a nadie. Así como hacen los médicos antes de darle la noticia tremenda a un paciente, así como hacen los baseballistas para indicar si la bola viene rápida, o como hacen los dealers de Lindsay Lohan para comunicarle que no hay más falopa, que se la tomó toda.

Los tripulantes de cabina hemos elegido subirnos todos los días al avión para que los que viajen lo hagan de manera segura, cuidados, contentos e ignorantes de todo lo que podría salir mal. Queremos que sean conscientes de los riesgos, pero no demasiado. Queremos que presten atención a su salida más cercana y a cómo ponerse una máscara de oxígeno si fuera necesario, pero también esperamos que olviden eso durante el vuelo y piensen en tomarse un café y dormir. Nada fácil lo que se les pide, lo sé. Pero es el ejercicio que hacemos nosotros mismos todos los días. Nadie haría este trabajo si pensara que el avión puede fallar, romperse, dejar de funcionar. Nadie lo haría si no confiara en que los pilotos son las personas más serias, capacitadas y responsables que hay. Yo seguiría trabajando en shoppings, o levantando platos, pero no estaría aquí, hoy.
Pero hay algo más.
Hay algo más que vestir uniformes, atravesar aeropuertos, armar carros, servir bebidas, distraer bebés, ayudar ancianos y dormir en hoteles. Hay más que medias apretadas y valijas, más que paisajes diferentes y secadores de pelo sin potencia amurados a la pared.

Está el avión.
Su enorme tamaño cuando una se acerca cruzando la plataforma.
El primer pie que una pone dentro, agradeciendo el efecto galpón en invierno y maldiciéndolo en verano.
El olor particular, tan diferente si acaban de bajar pasajeros hace diez minutos a si el avión estuvo apagado con la puerta cerrada toda la noche. El olor a avión. El que persiste en la ropa que llevamos en nuestros carrys, el que se viene en los delantales y los pijamas, el que respiramos sin notarlo, el que llevamos en la piel.
Está el color de la alfombra, el sonido de cada llamada, la temperatura del agua, las aspereza del jabón, el chequeo del flush a las 4 de la mañana, la bolsa de hielo cerrada y las manos heladas, el asiento de la primera fila en la escala, que te invita a pasar 5 minutos con vos misma y tu celular.
Está la luz del amanecer por el granangular, el sol de frente en el cockpit, el vuelo ferry en el que se despega parado sólo para saber qué se siente.
Están esos besos que uno le da al avión porque sí.
Cerrar la puerta 1L y saber que allí afuera quedó todo y que ahora estos 174 somos uno. Somos lo mismo, estamos juntos en la que venga.
Y SABER que va a ser genial.
El avión es un poco padre, un poco madre, un poco amor y protección. El avión es un poco enemigo y verdugo, es un poco castigo, es un poco dolor. El avión te aleja sabiamente cuando lo necesitás, pero te aleja también cuando querés estar. El avión te lleva, te trae, te sube, te baja, te sacude, te anula, te empuja, te ayuda, te confunde, te hace vomitar. El avión te dice la verdad, después te miente, te consuela, se esconde, te remata y te vuelve a rematar. El avión te cansa, te agota, te aflora, afloja, te reta, te rompe, te paga, te caga, te seca, te niega, te ofrece, te mece, te crece, te absorbe, te chupa, te come, te coge, te pare, te escupe, te lame, te besa, te ama, y te pide perdón.

La religión del avión me ha llevado a creer que existía mi lugar.
En el avión me he reído sin parar, me he escondido para llorar, me he enojado con capitanes y jefes, con pasajeros, con compañeros, conmigo misma, con los recuerdos, con lo que dejé 30 mil pies atrás.
En el avión he comprendido que hay que esperar, que no todo se consigue de la noche a la mañana, que hay que frenar la ansiedad. Que hay que desear con muchas fuerzas, que hay que trabajar duro, que hay que hacer sin esperar a cambio, que tenemos que ayudarnos entre nosotros y no porque lo diga un manual, que estamos todos conectados, sin importar quiénes seamos y sin importar el lugar.
En el avión entendí que creemos que nos la sabemos todas, que podemos medir a la gente, que sabemos TODO de los demás.
Pero no tenemos ni puta idea.
En el avión aprendí a escuchar.
Aprendí a comunicar.
Aprendí a crear.

La religión del avión es un invento nuestro y no esperamos que crea en ella.
Pero es importante que sepa que, aunque se rían de nosotros, de todas formas correrá por nuestras venas.
Y en cada vasito que le entregamos, en cada cinturón que abrochamos, en cada sonrisa sincera… se la estamos transmitiendo a los demás.
Y cada vez que suba a un avión y baje agradeciéndonos, sepa que se está llevando consigo un poquito de la religión del avión.
Y cada vez que nos cruce en un aeropuerto recuerde que estas personas creemos en algo que nos ha salvado la vida, que nos ha dado el lugar que no encontrábamos, que nos ha librado de algún mal.

Somos muchos los que tenemos el corazón recortado, en formita de unas alas y un avión.

3 comentarios en “La religión del avión.

  1. Es lo que llamo como "latido de tinta"… te tomás el tiempo serenamente y vas tomando nota mientras hacés. Cada instante que quemó tu memoria lo fue marcando, trazando hitos hasta que compusiste… para entender qué es la religión del avión.
    Gracias, V.
    Brynn

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