Dime a qué le huyes y sabremos quienes eran tus padres.

GALLOBuenas Noches a todos los presentes, les agradezco que hayan venido a esta conferencia, les agradezco su atención y su presencia. Cuando termine la exhibición podrán disfrutar de un cóctel y se les entregará el diploma de asistencia. Les solicito que presten atención a la salidas de emergencia de la sala y se les agradecerá que bajen el volumen de sus teléfonos celulares y que tomen fotos sin flash.

No sabría decir cuál de los sentimientos humanos me resulta más terrible. Supongo que si calificáramos todos los matices de las corrientes frías y cálidas que envuelven nuestras entrañas durante las eternas horas de desasosiego, cualquier sentimiento que tuviera que ver con el miedo, caminaría con tranquilidad hacia las semifinales; si en esa instancia lo juntáramos con algunos otros aspirantes a la corona, creo que, el abandono, podría alzar la copa del rey de los sentimientos que pueden arruinar una buena vida.

Esta charla está pensada para todos ustedes, amigos invisibles que ocupan las butacas de atrás y de adelante; que se sientan en los asientos vacíos y les respiran en la nuca a los pobrecitos que ocupan los asientos llenos. Ustedes, implacables invisibles, que se ríen de nuestras convenciones y nuestras poesías, ustedes que esperan que salgamos desprevenidos pensando en el ragout de hongos para clavarnos un abrecartas en las encías.

El miedo al abandono me persigue a cada paso.
El miedo al abandono existe y convive, habla, aparece, trabaja, cocina, duerme, coge, pasea, ríe, y crece, conmigo.
No lo inventé yo, a mí me lo dieron. Cuando lo conocí ya caminaba y sabía exactamente qué quería ser cuando fuera grande. Yo pensé que era un perrito abandonado y me lo llevé a casa, pero después de hacerle un arroz con manteca y sacarle las garrapatas, resultó que él era el dueño de los escalofríos y de los sueños que mojan almohadas, resultó poderoso y absoluto, magnánimo, cariñoso y seductor. Me encuentro hablando sin leer mis notas, ya no puedo recordar el discurso que tenía preparado antes de venir. Los noto atónitos y concentrados. Acaso les suena?
Les pregunto a que le temen y nadie contesta.
Son tímidos o pudorosos, o no saben por donde empezar?
Pienso que los invisibles les han metido las servilletas de tela en la boca, los han atado de pies y manos, los han logrado callar.
Entonces sigo. Sé que me tienen marcada y esperan el momento justo para volverme a atacar.

El miedo al abandono no me deja estar sola ni un minuto de mi vida sin darme cuenta de que lo estoy. El miedo al abandono no me permite hacer vínculos sin pensar que pasaría si se terminaran en contra de mi voluntad. El miedo al abandono me encuentra inventando teorías acerca de los motivos por los que me encuentro tan bien con el único fin de distraerme de lo mal que estoy en realidad.
El miedo al abandono me hace abrazar a la gente hasta ahogarla, me hace amarla, cuidarla, necesitarla y venerarla… justo hasta el preciso momento en que la mente ENTIENDE que se ha enamorado de verdad, un segundo después de eso, el miedo al abandono se encargará de destruir toda tranquilidad, y emprenderá la ruta hacia el egocéntrico camino de no equivocarse jamás. “Me abandonará, me abandonará, me abandonará” por lo tanto si yo lo hago antes entonces no me dolerá.

Claro.

Decidimos entonces, mi amigo y yo, que el hombre en cuestión me dejará de querer. Razón por la cuál, actuando en consecuencia, buscaremos la manera de que el impacto sea el menor posible y nos iremos haciendo la idea de que todo se va a acabar. El tipo me VA a abandonar. Está claro, no quedan dudas, no hay más que hablar, para qué consultarlo con él, para qué decírselo, para qué negarlo si ESTA es la pura verdad.
Y dicho esto, sin hacer partícipe de nada al futuro abandonador, entonces lo abandonamos.

Y así es como nos hemos transformado en nuestros miedos.
La sala estalla en aplausos, las cadenas invisibles caen, la gente está de pie, la gente aúlla, la gente enloquece.
Agredezco a todos nuevamente y junto mis papelitos y me voy.
No me quedo al cóctel, no.
Me voy con mis invisibles caminando por Carlos Calvo, mirando a la gente levantar la mesa por las ventanas del primer piso de un edificio donde al lado, todas las mañanas canta un gallo. Un señor tiene un gallo en capital, se me llenan los ojos de lágrimas, un señor tiene un gallo en capital. Todos los días cuando paseo la perra lo escucho cantar, un gallo en capital.
Me siento en el descanso de un edificio que están arreglando, y pienso que me gustaría vivir acá. Miro la terraza del gallo y no lo escucho cantar, pienso “No son horas, no son horas de cantar”.
En el cóctel deben estar entregando los diplomas que guardarán en sus cajones, los diplomas que les mostrarán a los amigos con los que recitan las claves del buen vivir.
Y yo no quiero esos diplomas, ni esas cazuelas de risotto, no quiero ese champagne servido por gente que no quiere estar sirviéndole a otra gente porque quiere estar en su casa durmiendo. No quiero que este grupo boy scout de invisibles espere a que cruce la calle para patearme el estómago. Pero lo hacen.

No puedo verlos, no es justo. Digo antes de caer. Me golpean todas las partes del cuerpo, me empujan, me tiran, me cortan, me abren.

Escupo mis dientes llenos de sangre, cierro mis ojos, estoy sola otra vez. Pienso en el gallo de Virrey Cevallos, pienso en pasar a buscar el acolchado y ver a la china de la tintorería una vez más.
Esa señora es la única que sabe lo que es vivir. Con su mirada felíz, su español graciosísimo, sus preguntas incomprensibles, su amor, todo su amor.
Esa señora me ha enseñado más en un beso a través de la reja, que muchas miles de noches rompiéndome la cabeza. En la bicisenda quedé tirada, de la mano que va a San Juan, un tipo toca el tring-tring de su bici y me arrastro hacia el cordón para dejarlo pasar.
Se han ido.
No me han robado, no me han violado, no me han sacado el reloj. No uso el de agujitas, uso el otro, el que va en el útero, el de los óvulos. Me acuesto boca arriba en las baldosas partidas, sangro, lloro, me desangro. Heme aquí una vez más.
Más sola que mal acompañada, más vencida, más sabia, más inútil, más tarada. Pienso en prender fuego los diplomas caretas que habilitan a la gente a hablar de los sentimientos de los demás.
No hay más que lo que uno percibe, no hay psicólogos, no hay padres, no hay universidad.
No hay más que este cristal borroso, esa es la única verdad.

Pienso en los triunfos, los miedos, en todo este amor,
de qué servirá que todo sea tan invisible,
tan imposible,
miro el cielo con la cabeza apoyada en Virrey Cevallos,
veo el primer rayo de sol,
escupo mis dientes,
y escucho cantar a un gallo.

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