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Jamás te escuché ladrar.

Hoy llueve como la concha de la lora.
Es la primera vez en muchos meses que me encuentro sola en casa, escuchando una canción en repeat one, sin nada que hacer por las próximas tres horas y con la cabeza llena, llenísima de ideas suicidas.

Ese es el escenario perfecto para escribir. Y si escribo no es solamente para que ustedes lo lean, es principalmente para librarme de las bolas malditas de energía que se podrían alojar en mis compartimentos huecos, óseos, en mis órganos, en mi sangre, en mi cerebro.

Acabo de enterarme por una profesional médica, que el mecanismo por el cual adopto animales de la calle compulsivamente, está directamente ligado con mi sensación de abandono. Esa sensación se desprendería del divorcio de mis padres y el alejamiento de mi papá. Según parece, cada animal abandonado podría ser yo misma, y al rescatarlos, intentaría rescatarme a mí misma. Por eso motivo la vida me los pone adelante, y por ese motivo, no puedo seguir caminando y dejarlos en el frío, bajo la lluvia, desamparados y con miedo, solos.
Yo no me enfermé. Me quedé bien pegadita a mi mamá, a mi hermana, a mi abuela y a mi tía, y juntas, formamos el clan.
Seguimos adelante, como debe ser, levantando la bandera de la sinceridad, del amor, de la alegría y las cosas claras.
Esta profesional médica, no era otra sino una veterinaria homeopática que estaba consultando por la enfermedad de mi perra. Creí que la visitaba para hablar de Bamba, pero terminé hablando de mí.
Y mierda, que difícil es hablar, en serio, de mí.
La señora encontró un tejido sin cicatrizar y con sus uñas rascó la superficie de la piel hasta abrirla completamente. Debajo, encontró un nido de gusanos putrefactos que comían de mi carne, retorciéndose y pasando unos por encima de otros con la intención de traspasar al otro lado. Allí, un ejército de glóbulos blancos disfrazados de cronopios, intentaban resistir los ataques, armados con Mdma y moviéndose en minis airbus 320 que arrojaban bombas de perritos y gatitos, que al explotar, teñían todo de mil colores, de canciones hermosas y jazmines. Del otro lado del fuerte; mi cerebro, quien intentaba tan solo olvidar; pero, la señora sacó su larga uña de gallo de riña y cubierta de alcohol y ácido corrosivo, la introdujo a través de las larvas, los soldados, el durlock que me llevó más de 30 años construir y escarbó… escarbó…
Me largué a llorar en un consultorio veterinario, al lado de mi ex novio, mi perra, una veterinaria homeópata y una pasante estudiante de homeopatía que tomaba notas.
No está mal ser patético, lo que está mal es la ceguera selectiva.
La perra es mi sombra.
Lo que yo siento, ella lo siente.
Yo puedo hacer terapia, hablar, tomar calmantes, llorar. Ella no puede, así que somatiza.
Sus tumores y metástasis son la conjunción de sus dolores del pasado; la exigencia y el maltrato de los galgueros, y sus dolores del presente, los que, de alguna manera, sufrió a mi lado. Eso sería: mi separación, el abandono que sintió y haber sufrido como yo sufrí, haberme visto llorar durante meses.

Y se enfermó.

Hoy lucha por su vida desde el sillón del living. Veterinarios, homeópatas, oncólogos. Cirugías, análisis, pinchazos. Diarrea, fiebre, dolor.
Estoy al lado de ella y le bailo y le canto. Paseamos, comemos, nos besamos.
Trato de no llorar.
Pero aunque no llore, sé que vive mi tristeza a través de mi piel, de mis ojos, de mis manos.
Es imposible que no sea así.
Hemos creado un vínculo que solo podrán entender unos pocos.
Quizás aquellos que hayan tenido un perro único, quizás aquellas de 30 que no hayan tenido hijos, quizás esos que siempre lo desearon porque saben que es real.

Creo en las misiones, creo en los motivos que desconocemos pero que existen, creo en todo eso que no sabemos por qué nos pasa pero que nos pasa por algo.
Esta perra se me apareció en el medio de un campo, a las dos de la mañana, cuando fui a buscar ramas para encender un hogar; la vi temblorosa y raquítica, muerta de miedo, de frío y de hambre. Ella sabía que yo no la iba a dejar ahí, sabía que su vida estaba a punto de cambiar, pero yo no pude saberlo sino hasta meses después, que esos dos ojitos dulces y esa sonrisa imaginaria, me podían dar tanto en tan poco tiempo, que me podían enseñar

Hoy la escucho suspirar con una profundidad casi de humano. Me mira cuando hago algún ruido que le parece raro y yo finjo sonrisas y le hablo con voz amorosa y finita. Disimulo todo lo que puedo pero, la verdad, es que tengo el corazón roto.

Todo seguirá su rumbo, ella se quedará unos meses más o no, lo que tenga que ser.
Y yo la acompañaré cada minuto de cada día, bailando las canciones que le gustan y cocinando carne tostadita, llamándola por las noches para que apoyemos la cabeza en la almohada y acariciándole las patitas hasta que se duerma.
Rogaré no tener postas que me alejen de ella, pasaré cada segundo libre intentando hacerla feliz. Intentaré devolverle el gran favor que ella hizo por mí.

Tengan cuidado ustedes los que escapan, ustedes los que cierran la puerta del avión para dejar abajo las burbujas quebradas de sus venas, tengan cuidado los que se presurizan para no enfrentar, los que prefieren un cielo y un hangar, los que necesitan las nubes, el sol, las estrellas, el vacío… tengan cuidado ustedes los que prefieren dejar la tierra porque es demasiado dolorosa, porque es demasiado cruda y real, porque corta como cuchillo oxidado, porque duele como enfermedad terminal…
Tengan cuidado todos ustedes, porque cuando estén a salvo de todos los dolores, de todo el pasado, de todo el mal… se podrán encontrar consigo mismos, en la mirada de quienes menos esperan, y no tendrán un pre aviso, no tendrán una preparación, no tendrán un rival. No podrán sentir los pasos, no recibirán una mordida, no escucharán ladrar…

Serán solo unos dulces ojos, una sonrisa imaginaria, y la promesa de una vez por todas, poder saber la verdad.

1 comentario en “Jamás te escuché ladrar.

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