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El jardín secreto

 

(Pinche)

Cuando tenía 10 años mis papás se separaron y mi mamá, mi hermana y yo, dejamos la casa de San Telmo y nos fuimos a vivir a un departamento en Palermo. Hacía dos años que habíamos llegado de Chascomús, y después de mucho tiempo, en ese departamento, se respiraba paz. En el colegio, en 6to grado nos mandaron a leer un libro que se llamaba “El jardín secreto”. 119 páginas, formato pocket, lenguaje simple, algunos dibujos. Pero hubo algo en este libro que se plantó en mi tierra para siempre.

La historia cuenta que Mary, una nena de la India de 10 años, pierde a toda su familia por una enfermedad que mataba a cientos por día. Es enviada a Inglaterra a vivir con un tío millonario, a una mansión solitaria, al cuidado de un ama de llaves algo maldita y los “criados”. Ese era el vocabulario que se manejaba en esta pieza literaria. Ella descubre en los alrededores de la casa una llave enterrada, un muro muy alto con frondosos árboles del otro lado, del que solo se veían unas ramas. También descubre la puerta. Al entrar, el jardín es hermoso, pero está seco. Con la ayuda de nuevos amigos, empieza a rescatar los rosales y los arbustos, pasa sus tardes enteras en el jardín, sin contarle a nadie. Cuando se va, cierra la puerta y guarda la llave. Una noche, descubre el llanto de un niño en mansión; es su primo, Colin, quien tiene una rara enfermedad y está encerrado en una habitación. Es un pequeño de su misma edad, pero caprichoso y déspota. La madre de Colin era la dueña del jardín, murió cuando él nació y desde entonces el jardín se encuentra cerrado. Mary lleva a Colin al jardín, y no puedo spoilearles más la historia porque no la recuerdo.

Zarpado cuentito- pensé allá por el 92, y un día, aburrida y con la cabeza apoyada en la ventana trasera del auto de la mamá de una compañera que me llevaba hasta casa, descubrí en una esquina, un muro grandote de piedra, y gigantes árboles adentro que se asomaban.  “EL JARDÍN SECRETO!” pensé. Claro, pobre, tenía 12 años, una bebé. En esa época no estábamos en Snapchat tirando boquita, en esa época todavía se jugaba. Así se fue gestando la idea de que en una esquina cerca de mi casa, había un jardín secreto. La puta madre, qué linda es la imaginación. Todas las semanas, en el recorrido a casa, esperaba que la mamá de mi amiga agarrara esa calle, (nunca me molesté por saber el nombre) y buscar el jardín secreto.

Nunca pude verlo por dentro, nunca encontré la puerta, nunca me animé a tocar.

El año pasado me mudé, después de 8 años, de la Embajada (o el Palacio del moho, como solía llamarlo en ese momento) a esta casa donde vivo hoy. Me conquistó su parquecito, los perros y los gatos tienen donde tomar sol y yo empecé a experimentar qué tal era tener plantas otra vez. Una mañana una señora aplaude en la puerta de casa. Cuando salgo, me cuenta que ella era la nieta de los dueños anteriores. O dos dueños hacia atrás. Me señala una ventana y me dice “esa era mi habitación” y los ojos se le ponen medio tontos. Unos minutos más tarde, me confiesa el verdadero motivo por el que aplaudió. Señalando un tronquito escrito que cuelga de la pared me dice “Ese tronquito que tiene el nombre y el número de la calle, lo hice con mi abuelo, es lo único que queda de él.” Me contó que su abuelo era paisajista y que esta casa solía ser una maravilla de la naturaleza, que el jardín era una explosión de plantas, colores, formas y que le apenaba ver la casa tan transformada. A mí también me apenó, mi jardín tenía la grama inundada, los cactus un poco desmejorados por las lluvias de Junio y la verdad es que las paredes se veían bastante sucias y descascaradas. No pude regalarle el tronquito sin consultarle a los dueños, así que quedamos en hablar pronto. Derivé su teléfono a la inmobiliaria y nunca más volví a verla. Una pena.

Desde entonces, me empecé a parar ante mi jardín como quién está ante un desafío. Todos los días, sacar ramitas, comprar semillas, plantarlas, protegerlas del viento, del excesivo sol, de la lluvia. Baldear el pasto cuando los perros hacen pis, controlar las plagas, regar, no regar, rastrillar, pintar, colgar, ponerle color, vida, piedritas, muebles, hamacas, luces. Transformarlo en un lugar en el que uno quisiera estar de día y de noche. Un lugar para los perros, para los gatos, para las lagartijas que nos visitan, los pájaros, las mariposas… somos la peculiar fauna de este pequeño jardín.

“Paisajista.”

Y como en esas publicidades en las que repiten la marca hasta que finalmente vas al supermercado a comprar el producto, con una determinación como pocas veces en los últimos 6 años, me fui a inscribir a la facultad. Tengo 36 años, trabajo de algo que amo, casi no paso tiempo en mi casa, escribo, vendo mis libros, levanto animales cada vez que puedo pero AHORA quiero ser paisajista. Alguna vez trabajaré de paisajista? No lo sé- pensaba mientras caminaba con una mochila con dos cuadernos en blanco hacia mi primer día de clases. Con suerte voy a terminar la carrera a los 39 años. Una azafata de 39 años con un título a estrenar, sin experiencia más que un patio trasero que pintó de colores y un par de suculentas que no murieron. “TRY AGAIN-FAIL AGAIN-FAIL BETTER” dijo Beckett. Cerré la puerta del auto con llave, me colgué la mochila de los dos brazos y caminé tres cuadras hasta la facultad.

Mis pensamientos nerviosos, cómo serán los profesores, cómo serán las clases, mis compañeros serán jóvenes o viejos como yo? Entenderé? Mirá si hay mucha matemática. Ojalá no me hagan dibujar ni hacer planos. No conozco ningún nombre de árbol salvo el Ficus. No me gusta ponerme guantes para transplantar. Podré? Fracasaré otra vez?  Y entonces cuando llegué a la esquina de la cuadra previa a la facultad, me encontré con un muro de piedra alto y frondosos árboles escapándose de él. Era el jardín secreto. Me moví dos pasos hacia atrás, bajé de la vereda para darle perspectiva y me di cuenta de que el jardín secreto estaba en la calle Aráoz, la misma calle donde vivía de chica. Estaba a solo 4 cuadras de mi casa y nunca lo supe. Con los ojos húmedos, bajé la cabeza. Qué grande es el mundo cuando somos chicos, qué lejos parece todo. Caminé una cuadra más, subí la escalera y me metí en el aula que me indicaba la cartelera de la entrada. Dije “Hola” al entrar y me acomodé en el último banco. Saqué los cuadernos y la cartuchera, se sentaron 14 personas más.

Nada en este mundo es casualidad.

Esta historia recién empieza.

Buenas noches.

 

3 comentarios en “El jardín secreto

  1. Gracias por estar. Vivo la vida con el lema que todo ocurre por alguna razón. Nada es casualidad.

    PD: sabe que acá tenes media hectárea de terreno para diseñar un lindo parque por si te dan tarea.

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