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Venice Paradise

Han pasado dos días nada más desde que llegué a Venice Beach y ya lo considero mi hogar. Eso es lo que pasa cuando te sentís demasiado cómoda en un espacio físico. Digo demasiado porque irme de acá va a ser un dramón.
La última vez que me sentí así estando de vacaciones fue en un departamento que alquilamos en Berlín, del lado este. Tan bien se sentía el sol entrando por la ventana a la mañana, tan hermosos esos desayunos comunitarios, tan rico el Jagër por la noche…

Finalmente embarqué al vuelo 295 de American Airlines, eramos cerca de 20 sujetos a espacio, o stand by, y me llamaron entre los 3 últimos, maldita prioridad. Corté clavos hasta 5 minutos antes del cierre del vuelo y finalmente, la señora de tráfico dijo mi apellido de manera muy graciosa. Me entregó mi boarding pass en mano y subí. Me estaba meando por diversas razones, nervios, principalmente. Sumados a un vaso de medio litro de coca light horrenda, de máquina, aguada por los hielos derretidos, que me tomé estando en tránsito.
Llegué a mi asiento y estaba ocupado por una tarada. Un tripulante que viajaba uniformado pero que no estaba trabajando sino stand by, como yo, se hizo cargo de la situación aunque no se lo había pedido, preguntando asientos y pidiendo los boarding pass a todos los que estaban sentados en un lugar que no le correspondía.
Claro, eso hacen los pasajeros. “Ay yo me senté acá porque queria estar con mi amiga, me cambió aquella señora” y cuando llegás al asiento de la señora hay un tipo que te dice, “Se lo cambié porque me gusta la ventanilla”, y entonces la señora está en el pasillo tres filas más allá, y ahí estás vos corriendo como pelotuda detrás de los boarding pass de los señoritos.
Finalmente desatamos el nudo y apareció mi asiento, bueno, el asiento que me dejaron los copados de mis compañeros de viaje.
FILA 44E del B777-200
Me senté con la campera puesta y puse la mantita hecha un bollo detrás de mi cintura, abracé fuerte la cartera y levanté los costados de mi apoya cabeza.
Despegamos a las 9 de la mañana, habiendo salido de casa a las 6 de la tarde del día anterior y dormido en el rango horario de 12 a 4 am.
Apenas despegó, incliné el asiento y puse Way Out West en mis oídos.
Me despertó algún sonido, vi un carro pasando por la cabina, me había perdido el servicio.
Por lo que vi a mi alrededor era solamente servicio de bebidas, lo que no me preocupó ya que todavía me estaba meando.
Seguí durmiendo.
Me desperté 3 horas después, con otro carro en la cabina, esta vez hice fuerza para aguantar hasta que llegaran a mi fila y tomarme una coca light.
Seguí durmiendo hasta el aterrizaje.

Era un día hermoso en LA.
No tuve mayores complicaciones para llegar desde LAX hasta VENICE. Tres ómnibus después estaba bajando en la calle Main, y siguiendo mi intuición, doblé hacia donde cre íque debía estar el mar.
Y allí estaba, lleno de gente, de negocios, de hippies, de locales de tatuajes, panchos envueltos en panceta, free marihuana, pitbulls con correa, bicicletas, vans, rollers y bebés con onda.
Caminé mientras mi valija se desintegraba a cada paso, se terminó de romper la barra que había intentado arreglar con dos hebillitas y se partió una de las ruedas.
Lindo destino para el primer carry on que me entregó la empresa.
Caminé por el Ocean Front Walk hasta llegar al 2819, para quienes quieran googlearlo y ver lo hermoso que es.
Abrí la puerta de mi habitación con aire de triunfo, me saqué la ropa, desarmé la valija como quien llega a casa. Acomodé mis cosas en el baño, me di una ducha y salí a conocer Venice Beach.
Es maravilloso estar en este lugar. La gente no está nerviosa, alterada, sacada. Y, aunque acepto que se respira mucha moda, no existe la pose. Encuentro en Venice la naturalidad de ser lo que cada uno quiere ser, cosa que no sabemos hacer en Buenos Aires.
Me gusta la sensación de que nadie esté mirando lo que estás haciendo, lo que te pusiste, lo que estás a punto de comprar. Todos andan con sus perros, con correa, en los autos, en la canasta de la bici. Les tiran juguetitos, corren con ellos, están relajados, disfrutando de verdad. La extrañé tanto a Adela, me la imaginé enloquecida, alterando a todos, corriendo electrificada apenas sus patas tocaran la arena y con esa sonrisa de desesperación, llamando la atención de todos, como hace en todos lados. Adela no podría lograr que pasáramos desapercibidas en Venice Beach.
Caminé, visité la playa, las tienditas, recorrí Venice hasta su punta y volví. Dormí, comí chatarras, miré House of Cards, Bates Motel, y mucho CSI que pasan por la tele.
Ayer me senté a escribir. Acomodé un poco el principio del libro y por supuesto, como era de esperarse, nada me gustó.
Es muy difícil leerse a sí mismo con tanta presión.
Todo me parece una porquería, sobre todo lo más antiguo. Encuentro mis escritos del 2011 hacia atrás, algo aniñados, sobre actuados y tontos.
Igual voy a darles una oportunidad, después de todo fueron quienes dieron origen al FBO.

Esta tarde, el plan es alquilar una bici e intentar llegar desde Venice hasta Malibu, pasando por Santa Mónica. El gps dice que son 2 horas 20 minutos pedaleando. Veremos si lo logro.
Mañana a la mañana tengo que dejar este hotel, así que hoy es mi último día de playa y relax.
Parece ser que en mis próximas paradas me espera otro LA, eso dicen.

Los dejo por ahora, les cuento que estoy muy bien, que no he llorado desde que llegué, que la gente me sonríe por la calle y que todavía no me embriagué.
Me compré un gorro con cabeza de animal, una calavera de cerámica pintada de colores y una toalla de los guardavidas.
Esta tarde voy por un nuevo carry que no me haga pasar vergüenza y por alguna prenda recordatoria de este Paraíso hecho realidad.

Hasta dentro de unos días.

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En tránsito.

Durante 15 días aproximadamente el Blog Vulgar va a funcionar de una manera atípica,  como suele suceder durante las épocas de grandes cambios.
He llegado al aeropuerto de Miami en el vuelo 900 de American Airlines.
Tuve la suerte de contar con una tripulación más que amable y de recibir de regalo, el hermoso pijama gris.
Lo más sorprendente fue enterarme que el For Bitching Only ha llegado a American y que contamos con ellos como lectores.
Me despedí del triple 7 descansada y con la panza llena como bebé.
Pasé los controles de seguridad sin haber puesto los frasquitos y las cremitas en ziploc porque como buena negra de cabotaje que soy, me olvido.
De todas maneras me dejaron pasar el necessaire con mis 6 porquerías y me fui a la nueva puerta de embarque.
Acá me encuentro disfrutando de la wifi gratis desde hace dos horas y por una hora y media más.  Espero que no se corte.
Ahora ya me está dando hambre de nuevo, o quizás es esa imperiosa necesidad de empezar a gastar plata que se te mete en las vacaciones. No la puedo controlar, es más fuerte que yo.
Ya me metí en el free shop a comprarme un perfume porque no traje.
Me probé el chanel chance, el addict eau fraiche de dior, ( el nuevo) el the one de d&g, el burberrys clásico,  el ricci ricci, el issey clásico y alguna otra cosa más.
Decidí comprarme el Burberrys que estaba 12 dólares más barato que en Ezeiza.
La dependienta me frenó.
Claro, no estoy saliendo del país no puedo comprar.
Así que me voy a tener que aguantar las ganas un rato más.
El resultado igual fueron unas náuseas terribles y que salí oliendo tipo Ren y Stimpy con las moscas alrededor, una pestilencia a free shop inmunda, la gente no se sienta a mi lado.
Ahora estoy en la sala de embarque de AA esperando por el vuelo 295 que sale en una hora y media y embarca en 50 minutos más o menos.
Estoy ansiosa.
Es la primera vez que viajo sola así,  ya que las veces que lo hice tenía gente en destino. Familia, amigos, novio.
Esta vez no. Nada.
Me acompaña un carry on roto que hace un ruido muy molesto con cada paso y la lunchera con la que me voy de posta. Mi cartera, mi campera y nada más.  Poca ropa, muchos cables y un vasito de esos mágicos que se hacen chatitos cuando no los usas más.  Voy a tomar mucho té verde en mi vasito mansi.
Bueno, los dejo.
Voy a utilizar este medio para ir contándoles como va el desarrollo del libro pero no sé si meteré entradas nuevas como las que acostumbran leer, ya que quiero guardar las novedades para el libro.
Saludos a todos y buen comienzo de semana.

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El hombre que creyó haberme matado.

(Pinche)

Un hombre me atropelló cuando tenía 12 años.
Cruzaba la avenida Santa Fé, sola, a las 9.30 de la noche y un taxi que venía entusiasmado con la onda verde, decidió seguir de largo después de golpearme la cadera con el frente de su auto y dejarme tirada 10 metros más adelante, inconsciente y con la cabeza abierta.
No puedo recordar ni el golpe ni el semáforo ni lo que pasó antes ni después.
Lo último que recuerdo haber visto fueron los cuadros con luces de neón de un negocio en la cuadra de Alto Palermo, y luego, luces y las sombras de los médicos cosiéndome la cabeza. Recuerdo que tenía la sensación de que algo me tiraba hacia arriba y hacia atrás, como una especie de lifting incómodo.
Desperté en la cama del hospital, con un camisón blanco, mi mamá al lado y una venda en la parte alta de la cabeza.
Mareada, confundida, pero sin dolor, sin huesos rotos, sin cortes en la piel ni nada más que un moretón en la cadera y un chichón que aún permanece bajo una línea de puntos.

En algún lugar de Buenos Aires, hoy, 21 años después, hay un hombre que todavía cree haberme matado.
Pudo haber frenado, pudo haberme levantado y llevado para que alguien me atendiera. Pero eligió seguir de largo, eligió escapar, volver a su casa, esconder su taxi y llorar.
¿Le habrá contado alguna vez a su mujer la verdad?
¿Habrá vuelto a pensar en la pequeña que mató esa noche?
¿Lo habré visitado en sueños con el uniforme de colegio que vestía esa noche bañado en mi propia sangre?
Recuerdo haber visto teñido de rojo el buzo gris, recuerdo como durante días, cada vez que me tocaba el pelo, se llenaban mis manos de unas partículas de polvo rojo.
Recuerdo que mi mamá dijo que ver la camilla en la que me trajeron fue una de las peores cosas que vio en su vida.
Al abrir los ojos, me encontré con los suyos sumergidos en miedo, me encontré con sus manos temblorosas, pero con una sonrisa fuerte y dura, una sonrisa capaz de aguantar todo en el mundo, como la fuerza de su amor.
Mi papá no me visitó esa vez.
En esa época había cosas más interesantes para hacer.

Un hombre de nacionalidad española fue el primero en acercarse a mi cuerpo.
Dice que vibraba en el piso por las convulsiones y que no respondía a su llamado.
Mientras llamaban a la ambulancia, ató mis muñecas y mis pies con pañuelos. Consideró que así no podría lastimarme. Se quedó conmigo y me acompañó. La primer ambulancia que pasó no quiso detenerse por no saber si formaba parte de su prestación social, finalmente llegó mi chofer, y juntos, el español y yo, nos conocimos, en espíritu, sobre esas cuatro ruedas.
Entre sueños pude decir mi número de teléfono, y así fue que mi familia pudo enterarse dónde estaba.
No recuerdo nada, nada, absolutamente nada, sin embargo, de vez en cuando, pienso en el hombre que creyó haberme matado.

Después de esa noche pude terminar el colegio.
Pude empezar la secundaria y enamorarme por primera vez de un niño cuyo padre tampoco estuvo mientras él era atropellado día tras día por su adolescencia. Casualmente el niño vivía a una cuadra del lugar donde mi cadera había abollado el frente de un auto negro y amarillo. Después de esa noche pude subirme a un avión por primera vez, después de esa noche pude decirle a los ojos a mi papá que lo perdonaba por no haber sabido estar.
Después de esa noche amé a mi mamá como a un ángel guardián en esta Tierra, después de esa noche vinieron miles de noches más. Me resbalé, me equivoqué, tropecé, volví a empezar.
Me llené de cicatrices después de esa noche. Me han clavado puñales y me han cosido, me lastimé a mi misma y aprendí a coserme sin pedir ayuda a los demás.

Pero en algún lugar de esta ciudad, un hombre se acuesta preguntándose qué hubiera pasado si se hubiera detenido.
El no sabe que mi vida siguió. El no sabe que un completo extraño se hizo cargo de mi mientras estaba de vacaciones.
El pasó por el costado y me dejó envuelta en mi charco de sangre, dobló en cuanto pudo, se bajó de su auto y jugó a olvidarlo.

Hoy estoy de pie a pesar de los que chocan y huyen. A pesar de los que nos ven desangrarnos, de los que creen que no es importante detenerse, preguntar, ayudar, quedarse.
Hoy les escribo con la cabeza tirante y un poco menos de materia gris de lo normal. Les escribo así como soy, así como me dejaron ser.
Seamos, a pesar de los que nos embisten y huyen.
Seamos siempre, por nosotros mismos y por aquellos que invierten sus pañuelos en nuestras muñecas, seamos por el amor de quienes sí se detienen a ayudarnos. Seamos. No nos dejemos matar.

Esa noche nacimos de nuevo tres personas.

Quien les habla de la vida, la muerte y los caminos inesperados.
El hombre que sabe que me salvó la vida.
Y el hombre que creyó haberme matado.

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Rocamadour

Apago la música y me siento a escuchar cuentos en la voz de Cortázar.
De pronto es como estar con alguien, como si la casa no estuviera sola, como si hubiera invitado a un genio a tomar el té.
Lo imagino sentado en el sillón, llenándome todo el living de humo, acariciando a Adela con una mano y con Sharam en sus piernas, sosteniendo en su otra mano el papel con las palabras que tan bien ha sabido poner a jugar.
Lo considero un aliado.
Entrecierro los ojos y mi living está repleto de invisibles, de dificultades, de amenazas.
En puntas de pie, voy hasta la cocina a servirme un vaso de jugo, y vuelvo despacito a acomodar los almohadones, sentarme en la silla y apoyar los dedos en el teclado seco.
Es él quien pone alrededor de mi escritorio este halo protector. Ggacias, me gustaría decirle en su propio idioma afgancesado. Ggacias por estar aquí, por tu voz hermosa, por tus palabras suaves, por tus ojos grandes y tu amor por los gatos. Ggacias por ocupar el lugar del padre, por enseñarme, por presionarme, por exigirme más.
Esta tarde ha sido muy larga y gris.
Y entonces es que me siento aquí, en este día, a hablarles de amor.
No puedo decir que por primera vez, porque todos estos años he hablado de amor de alguna manera, pero sí creo que llegó el momento de desnudar el sentimiento, ponerlo en imagen, lograr que lo vean.
Aquellos quienes estén en este momento enamorados no entenderán estas palabras, o quizás las entiendan mejor que nadie.
Quizás aquellos quienes han sido amados de igual manera por sus dos padres se rían de este blog.
Quizás entonces no pueda llegar a ustedes, los sanos, los salvos; y solo pueda llamar la atención de aquél que está con la silla dada vuelta, mirando hacia el rincón.
Porque buscamos evitar la repetición de historias, buscamos en el otro lo que no tuvimos, sin saber que lo único que desde adentro nos están diciendo, es que no servirá para nada si es demasiado distinto.
Pareciera que la única manera de encontrar la felicidad es mirar a los ojos de la persona que más nos sepa lastimar.
Porque así, de esa manera, se parecerá más y más a nuestros papás.
No quiero pedirle disculpas a quienes piensen que esto no tiene sentido. El cartel sobre su cabeza es un exit sign, sígalo y encuentre su salida más cercana, la que podría estar detrás de usted. Como su pasado, como el mío, como el de todos los que estamos en el rincón.
La lucha cada vez está más clara, más a la vista. Los invisibles se han quitado las capas, nosotros ya no usamos nuestros pasamontañas, ustedes dejaron caer sus caretas, y un sábado, a las 7 de la tarde, todos nos hemos sacado la piel.
Y ahí quedamos, mirándonos. Teniéndole miedo al de enfrente, llorando cuando alguien cuenta un chiste, golpeando a quién nos acaricia, amando a quién nos lastima. NO TENEMOS NINGÚN SENTIDO.

Somos desprolijidad.

Somos la imperfección de nuestro cuerpo. Somos lo que tenía que estar mal en un sistema ideal.
Somos la manzana podrida del cajón, el mal consejo, la muerte lenta, somos la tentación.

Te miro a los ojos.
No tengo idea quién sos.
Pero te amo tanto. TE AMO TANTO.

Se me caen dos lágrimas y la perra levanta la cabeza del sillón. Me mira.
Sonrío y me acerco, le doy un beso y me levanto al baño, me seco la cara, me sueno los mocos.
Por momentos olvido que tengo prohibido llorar. Mis animales se enferman cuando sufro. Mis animales se mueren cuando sufro, así es que no tengo permitido sufrir.
Todavía no he parido ningún hijo y ya he aprendido cómo fingir. Me reprimo por la salud de mis animales, es un buen título para una portada de revista.
Vuelvo del baño y ella me mira, supongo que adivina que en el rojo de mis ojos hay algo mal.
Pero le sonrío y sigo escribiendo, esperando que no adivine el contenido de este escrito, ni de todo esto que me rodea, que me define, que me marea.

Parece ser que uno no elige amar.
No.
Se elige absolutamente todo lo demás.
Menos amar.
El amar surge de lugares que desconocemos, que no manejamos, que no merecemos.
Y es imposible de programar.
Quisiera amar esto, pues no.
Quisiera no amar esto otro, pues qué pena.

Adela se lame sus patas heridas, su cola cortajeada, su piel cubierta de toda mi enfermedad.
Le pido perdón sin decirlo. No quise que se diera cuenta de que quizás no me amaron lo suficiente, y entonces, ahora todo está mal.

Julio revuelve su té, me asfixia con su humo, repite la palabra que me persigue hace tantos años… Rocamadour.
Y me desplomo.
Bebé bebé bebé Rocamadour.
Y los hombros se me vencen hacia adelante, y el teclado se moja, los gatos se desmayan, Adela sangra.

“Quizás te amaron demasiado” dice él.
Quizás te amaron tanto que el mundo ya no tiene sentido.

Se hace de noche en mi casa, las luces se van yendo y aquí me quedo, pensando en lo que hacen los padres, pensando en tus hermosos ojos, en la enfermedad de los cuerpos, en lo imperfecto.
Pensando en los rincones, en las desprolijidades, en los temores, pensando en Rocamadour.