Una carta llegó a un juzgado.
El Juez se llamaba Victor. Victor el Juez.
Abrió la carta con uno de esos abrecartas que tienen los jueces en el escritorio, y en la computadora se escuchaba esta canción.
Leyó la carta y la apoyó sobre otros papeles; quedó pensativo, en silencio, echó el respaldo de su silla hacia atrás.
El teléfono no paraba de sonar, todos querían hablar con él.
No atendió en todo el día, apagó la computadora, apagó el celular, y se quedó a comer en su oficina, solo, para que nadie le hiciera preguntas.
Pero alguien lo encontró.
El juez intentó no dejarse intimidar, sacó unas pelotas enormes de su manto negro y dijo que lo dejaran analizar la situación, que no lo apuraran, que no lo amenazaran, que él iba a hacer lo que tuviera que hacer.
Y entonces, cuando se hicieron las seis, se tomó un taxi y agarró por Rafael Obligado, le pidió al taxista que parara enfrente al río, y se bajó.
En la punta de Aeroparque estuvo sentado durante horas, pensando en los hechos, en los papeles, en los expedientes, las declaraciones, las cartas, las pruebas, los antecedentes.
Desde esa punta, observó cómo despegaban y aterrizaban aviones de todos tamaños, de todos colores, de todas las banderas pero de una sola religión. La religión del avión.
Y entonces volvió a casa, besó a su mujer y ayudó a su niño con las tareas.
Victor el Juez era un zombie, no podía pensar en nada, no podía decidir, no tenía miedo, no tenía temor, pero este tema era demasiado profundo y lo tenía mareado y nauseabundo.
Victor el Juez se fue a dormir.
Y ahí entonces me levanté yo.
Había pasado todo el día en Costa Salguero, abrazando gente hermosa que me daba besos y me decía que todo iba a estar bien.
Yo, disfrazada de señorita, me paseé por los pasillos de mi empresa, respirando la tensa calma de unas oficinas desesperadas pero confiadas a la vez; los monitores mostraban las noticias, y el silencio era total. Sólo la voz de una señora se escuchaba en algún parlante, hablando sinsentidos acerca de aviones y nacionalidades, hablando de temas que desconoce y de reciprocidades.
Volví a casa por la noche, comí en la cama, con la televisión encendida, la computadora en las piernas y el teléfono en el pecho.
Apagué la luz y simulé dormir hasta que se hizo la hora, y en el momento justo, me levanté.
En mi moto fui hasta la Costanera, la estacioné al lado del monumento y, por ese lugar secreto que solo los del FBO conocemos, entré.
A oscuras corrí por el pasto corto y verde de aeroparque. Me escondí varias veces de las camionetas de la PSA, finalmente, caminando como si fuera lo más normal del mundo, y con una credencial del Jumbo MAS colgando del cuello, llegué hasta las alas del Bravo Sierra Juliet.
Le conté lo que estaba pasando y, como no podía ser de otra manera, nos fuimos de allí.
Llegamos a la casa de Victor el Juez, hermoso lugar.
Juliet se escondió en el garage mientras yo forzaba la cerradura.
Una vez en la habitación, me paré al lado de la cama como en actividad paranormal, hasta que Victor el Juez se despertó.
Pegó un grito que no estaba programado, intentó rociarme con spray de pimienta, sin saber que el Solfac me ha hecho inmune a todo tipo de agresión en spray, su mujer me arrojó un florero con jazmines de plástico que esquivé casi profesionalmente.
Tardé en convencerlos de que no era una terrorista ni una ladrona, tardé en convencerlos de bajar la escalera y acompañarme, pero, finalmente, lo hicieron los tres.
Mientras el pequeño hijo de Victor reía con la selección de Just for Laughs en la 1Charlie, le serví un juguito de manzana ( sin hielo) y le hice un certificado de primer vuelo.
Sentamos a Victor el Juez y a su mujer en la cabina y con las instrucciones de mi amigo Edy, encendí las luces.
El Sierra Juliet se encargó de darle por Acars toda la información que necesitaba, toda la historia, todos los datos.
A oscuras en esa cabina llena de lucecitas de navidad, Victor el Juez supo la verdad.
Nos despedimos de la familia y nos fuimos de allí.
Vagando por las calles de barrio parque, Juliet y yo, en silencio, a la espera, sabiendo que este era el último recurso, nos largamos a llorar.
Estamos locos, lo sé.
Estamos muy locos todos nosotros, los que hemos pisado un aeropuerto alguna vez.
Estamos locos de atar, locos de amor.
Los de la religión del avión, no tenemos talento para nada más. Nosotros no sabemos más que hacer esto que hacemos, y sin ésto, no somos nada, nos matan, nos entierran, bailan sobre nuestras carnes, hasta que ellas no existan más.
Sin avión, no hay sangre en las venas. Sin avión no hay lucha, no hay proyecto, no hay mañana, no hay disfrute ni diversión.
Sin aeropuerto seremos unos tristes, unos grises, sin aeropuerto seremos eso en lo que nos quieren transformar, trabajaremos por dinero y por pan, y jamás por nuestra pasión.
Lo dejé en la posición 31 y rajé para casa.
No era noche para salir descalza, lavé mis pies en el bidet y me acosté a dormir.
Victor el Juez se despertó temprano, desayunó hot cakes con huevos revueltos y su hijo, sobre la mesa, pintaba un avión.
Mientras la mujer bebía un jugo de manzana, se miraron los tres.
¿Había sido un sueño?
Nadie se animó a decírselo al otro. Continuaron en silencio y despidieron al pequeño que subía al micro para ir a la escuela.
Una vez en la cocina, levantando los platos, miraron con cariño el dibujo que había quedado sobre la mesa.
Un avión blanco y azul, con una improvisada escalera verde a su lado, dejaba ver una inscripción debajo de él.
BRAVO SIERRA JULIET.
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Gracias Juez, por prestar atención a tus sueños, por prestar atención a los nuestros; gracias por darnos un poco más de tiempo y gracias por creer.