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Desencuentro

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Un cartel de Harrods que ningún empleado de la municipalidad se interesa por limpiar, cuelga heroico a 3 o 4 metros de altura sobre la calle San Martin. Me pregunto si a algún frentista nuevo le molestará y hará gestiones para que lo reemplacen por una medusa que vende café. Se encoge mi corazón al pensarme subiendo las escaleras de la mano de mi abuela, con la ilusión intacta por ver a Papá Noel un año más e intentar que me sienta buena en ese segundo que dura la foto, que me perciba merecedora de lo que mi alma va a desear para el 24. La calle San Martin parece salida de un cuento y no exagero. Ni siquiera los carteles de los garages y sus neones pueden achicar el brillo racionalista del Kavanagh resistiendo gobiernos y economías fluctuantes. Hubo un Buenos Aires para cerrar el estadio. Hubo un Buenos Aires al que llegó Thays para quedarse; lo imagino sentado en el Jardín Botánico experimentando con semillas de yerba mate y armando su herbario, maravillado por lo que crece en estas latitudes. Existió esa Buenos Aires que cautivaba tanto como a nosotros Paris. Resisten los balcones y las balaustradas, resisten los detalles que al igual que yo con Papá Noel, quieren parecer buenos para que nadie los demuela.

Una puerta marrón se esconde en un frente impresionante que tiene un escudo con un cedro. Al abrirla, con una llave magnética que te devuelve de un hostiazo a la época de pelear puestos de trabajo con las IA y te hace sospechar que ante una rebelión te quedarías afuera (o peor, adentro); un damero te escolta los casi 100 pasos que te separan hasta el número 30. Ascensor jaula mediante, estoy ante el piso que alberga más ilusiones que el último mundial de Messi. Abro la puerta y el mejor escenario de estos 45 metros me recibe con una ventana de vidrio repartido que está sucia y sin amor. Debajo, una mesa hecha por un carpintero de los de antes, me invita. Pido permiso igual, porque entrar al lugar donde planificaste toda esa vida que te espera pausada a que despiertes de la anestesia de la felicidad, no es cosa de todos los días. Abro la ventana no porque haga calor sino porque la podredumbre que se ve del otro lado me da vida: el cable atado que atraviesa de ventana a ventana e intenta oficiar como soga de ropa; o al menos eso espero porque sino podría estar sosteniendo alguna estructura y eso sería preocupante. La mugre pegajosa y gris de las celosías ajenas, (y propias) producto de ollín y palomas, polución y tabaco, noche noche bonaerense, microcentro, caras y caretas, teatros llenos, pizza grasosa, perfume mezclado con cloaca y Pinti, Moria, Monzón, el palacio de la papa frita y el Maipo. Todo eso veo en ese pulmón avejentado. El cielo se recorta celeste allí arriba, el cielo que todos ansían y del que yo escapo un rato porque hay tanta libertad en el cielo que ya no sé que hacer. Como esa chica de St Marteen’s College que quería cucarachas en su casa para sentirse común, camino y huelo mi nuevo centro de operaciones en el barrio más hermoso de Caba. Qué me van a hablar de distrito 12 a mí. Lucho con cada molécula por demostrarle a quienes me deberían valer un chelín, que me gané las cosas y que me esforcé. Una estupidez de mi parte, debería hacer oídos sordos, pero no me sale, entonces trabajo y trabajo y trabajo. A veces por dos centavos. Y no duermo y pienso y proyecto y se me ocurre que en algún momento algo me va a salir muy mal. Pero me sale bien y cada vez tengo más felicidad que justificar.

Harta, cruzo la puerta de San Martin dispuesta a encerrarme y encontrar a aquella, la joven. Dicen que los niños habitan en nosotros, por qué no habitarían entonces también nuestros yoes lozanos? La que comía de la lata de arvejas. La lujuriosa. La que escribía antes de tomarse su primer té a la mañana (al mediodía), la que no engordaba, la que salía sin preguntar qué día es, la que no se preocupaba tanto por el mañana y no tenía ansiedad ambiental, la que comía milanesas napolitanas y quemaba serotonina sin más. La que leía, escuchaba, estudiaba, escribía y transpiraba por las letras.

Camino por el cuchitril esperando encontrarme a esa piba en algún rincón, pero el espejo me devuelve a una señora vestida de Eminem. Un sweater con bolitas, el hialurónico desplazado y derretido, los tatuajes descoloridos y las tetas al codo. Una debacle espiritual me invade y no hay libertador de los Andes que me ampare.

Mientras busco los muebles correctos para este departamento que dije de excusa que pondré en alquiler para turistas, seguiré soñando con mi juventud. Con la plaza San Martin de cuando iba a la secundaria y me sentaba en la barranca a mirar la torre de los Ingleses con mi amiga Sol y juntas planeábamos un futuro lleno de viajes, libros, aviones y cultura. Con la vueltita del 17 cuando termina Santa Fe y dobla por Maipú, mientras me comía las primeras apoyadas patriarcales sobre el guardapolvo estatal manchado de tinta de silbapen azul.

Muy pronto tendré cama, heladera y wifi. Y tendré vino y vodka. Y tendré una noche libre de mi vida de señora que se acomodó en la comodidad y le teme a las drogas. Esa noche en un pedo místico, me abrazaré con la joven y la niña; conversaré con Thays acerca de los plátanos y las alergias y le preguntaré a San Martín si él se considera más bien facho o más bien progre. Comeré pizza de Filo, que está justo en la puerta de al lado, y escribiré hasta salir mis entrañas. Una vez todo afuera, cerraré las celosías pegajosas de la Buenos Aires que me gusta a mí y cruzaré la 9 de Julio con un Baffa furioso en el bandoneón. Una vez en ruta 2 me acordaré por qué me escapé de todo y se me caerán 17 o 18 lágrimas. Y estará bien así, con resaca y cara de llorar volveré a la casa de mis amores, a abrazar personas y perros y recordarme que podemos ser todo a la vez, que nadie te dice cómo te tenés que sentir, y que si te lo dice estás en todo el derecho de mandarlo a la puta que lo parió.

 

 

 

 

pic by @buenosairestourist