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El hombre que creyó haberme matado.

(Pinche)

Un hombre me atropelló cuando tenía 12 años.
Cruzaba la avenida Santa Fé, sola, a las 9.30 de la noche y un taxi que venía entusiasmado con la onda verde, decidió seguir de largo después de golpearme la cadera con el frente de su auto y dejarme tirada 10 metros más adelante, inconsciente y con la cabeza abierta.
No puedo recordar ni el golpe ni el semáforo ni lo que pasó antes ni después.
Lo último que recuerdo haber visto fueron los cuadros con luces de neón de un negocio en la cuadra de Alto Palermo, y luego, luces y las sombras de los médicos cosiéndome la cabeza. Recuerdo que tenía la sensación de que algo me tiraba hacia arriba y hacia atrás, como una especie de lifting incómodo.
Desperté en la cama del hospital, con un camisón blanco, mi mamá al lado y una venda en la parte alta de la cabeza.
Mareada, confundida, pero sin dolor, sin huesos rotos, sin cortes en la piel ni nada más que un moretón en la cadera y un chichón que aún permanece bajo una línea de puntos.

En algún lugar de Buenos Aires, hoy, 21 años después, hay un hombre que todavía cree haberme matado.
Pudo haber frenado, pudo haberme levantado y llevado para que alguien me atendiera. Pero eligió seguir de largo, eligió escapar, volver a su casa, esconder su taxi y llorar.
¿Le habrá contado alguna vez a su mujer la verdad?
¿Habrá vuelto a pensar en la pequeña que mató esa noche?
¿Lo habré visitado en sueños con el uniforme de colegio que vestía esa noche bañado en mi propia sangre?
Recuerdo haber visto teñido de rojo el buzo gris, recuerdo como durante días, cada vez que me tocaba el pelo, se llenaban mis manos de unas partículas de polvo rojo.
Recuerdo que mi mamá dijo que ver la camilla en la que me trajeron fue una de las peores cosas que vio en su vida.
Al abrir los ojos, me encontré con los suyos sumergidos en miedo, me encontré con sus manos temblorosas, pero con una sonrisa fuerte y dura, una sonrisa capaz de aguantar todo en el mundo, como la fuerza de su amor.
Mi papá no me visitó esa vez.
En esa época había cosas más interesantes para hacer.

Un hombre de nacionalidad española fue el primero en acercarse a mi cuerpo.
Dice que vibraba en el piso por las convulsiones y que no respondía a su llamado.
Mientras llamaban a la ambulancia, ató mis muñecas y mis pies con pañuelos. Consideró que así no podría lastimarme. Se quedó conmigo y me acompañó. La primer ambulancia que pasó no quiso detenerse por no saber si formaba parte de su prestación social, finalmente llegó mi chofer, y juntos, el español y yo, nos conocimos, en espíritu, sobre esas cuatro ruedas.
Entre sueños pude decir mi número de teléfono, y así fue que mi familia pudo enterarse dónde estaba.
No recuerdo nada, nada, absolutamente nada, sin embargo, de vez en cuando, pienso en el hombre que creyó haberme matado.

Después de esa noche pude terminar el colegio.
Pude empezar la secundaria y enamorarme por primera vez de un niño cuyo padre tampoco estuvo mientras él era atropellado día tras día por su adolescencia. Casualmente el niño vivía a una cuadra del lugar donde mi cadera había abollado el frente de un auto negro y amarillo. Después de esa noche pude subirme a un avión por primera vez, después de esa noche pude decirle a los ojos a mi papá que lo perdonaba por no haber sabido estar.
Después de esa noche amé a mi mamá como a un ángel guardián en esta Tierra, después de esa noche vinieron miles de noches más. Me resbalé, me equivoqué, tropecé, volví a empezar.
Me llené de cicatrices después de esa noche. Me han clavado puñales y me han cosido, me lastimé a mi misma y aprendí a coserme sin pedir ayuda a los demás.

Pero en algún lugar de esta ciudad, un hombre se acuesta preguntándose qué hubiera pasado si se hubiera detenido.
El no sabe que mi vida siguió. El no sabe que un completo extraño se hizo cargo de mi mientras estaba de vacaciones.
El pasó por el costado y me dejó envuelta en mi charco de sangre, dobló en cuanto pudo, se bajó de su auto y jugó a olvidarlo.

Hoy estoy de pie a pesar de los que chocan y huyen. A pesar de los que nos ven desangrarnos, de los que creen que no es importante detenerse, preguntar, ayudar, quedarse.
Hoy les escribo con la cabeza tirante y un poco menos de materia gris de lo normal. Les escribo así como soy, así como me dejaron ser.
Seamos, a pesar de los que nos embisten y huyen.
Seamos siempre, por nosotros mismos y por aquellos que invierten sus pañuelos en nuestras muñecas, seamos por el amor de quienes sí se detienen a ayudarnos. Seamos. No nos dejemos matar.

Esa noche nacimos de nuevo tres personas.

Quien les habla de la vida, la muerte y los caminos inesperados.
El hombre que sabe que me salvó la vida.
Y el hombre que creyó haberme matado.

11 comentarios en “El hombre que creyó haberme matado.

  1. Tremenda historia, contada con belleza y con tu actitud positiva frente a la vida que siguió transcurriendo año a año, pese a todo, pese a tanto.
    Muy bueno!

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