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Las elecciones del Capitán

“Me dijeron que Messi mea sentado”-dijo uno de los compañeritos al salir de la escuela.
Mi hijo inmediatamente se da vuelta con los ojos desorbitados y me mira exaltado. “Mamá, eso es verdatt?”-me pregunta enfatizando las D de una manera marciana.
Intento sin éxito esquivar el tema ya que no tengo pruebas ni información certeras de que el Capitán se siente para orinar.
Todo el viaje hasta casa, me jura y me perjura que si Messi mea sentado el no va a mear parado nunca más. Que tiene que tener un motivo, que Messi no hace las cosas sin motivo, que tiene que tener un beneficio, que tenemos que averiguar los beneficios, que quizás es porque es más cómodo, que quizás es una cuestión deportiva, o fisiológica o simplemente porque hace bien a a la salud.
“No tengo ni idea”- le respondo por vez número veintiseis.
De pronto pienso que puede ser una buena idea, estar del lado de Messi y darle fuerza a esa idea de mear sentado, logrando que no amanezcan las tablas mojadas pero, en seguida me asalta la terrible imagen de mi hijo en su nube de pedos sentándose en innumerables tablas ajenas, en cumpleaños, casas ajenas, boliches, estaciones de servicio… y lo veo con 13, 18, 25 años siendo el mismo pelotudazo que es hoy y aunque lo amo más que a mi propia vida, lo veo sentándose en tablas mojadas solamente porque un chabón que no vio en su puta vida PARECE SER que mea sentado, seguramente sobre inodoros de oro y platino, que se yo, en Dubai.
¿Para qué le dieron pito me pregunto yo? Desde los 7 años mi mamá me enseñó a hacer malabares en baños públicos, a ponerme en cuclillas y fortalecer mi suelo pélvico aguantando estoica la posición aunque el chorro salga disparado para cualquier lado incluso mojándome la propia pierna, la bombacha o hasta el jean. “No te sientes jamás, hija!” Es una frase que pasamos de generación en generación, como una sabiduría ancestral, como el secreto mejor guardado de las grandes familias. Nunca nadie comprenderá quién fue la primera en mojar la tabla. Pero al ingresar al baño, allí está: EL MEO salpicado, goteando, o simplemente abarcándolo todo. Y ahí va una, a acercarse a la taza lo suficiente para embocarle, pero no tanto para no entrar en contacto con el líquido. 200 veces quise ser hombre en esas oportunidades. Hubiera embocado desde la puerta. O no. Total, ¿Qué más da no embocar? Hubiera ido atrás de un árbol, o de un auto. Pero jamás sentarse, jamás entrar en contacto con la tapa de un inodoro.
Y ahora viene este, pelotudo a pedal, a querer sentarse en el baño, solo porque lo hace Messi.

Seguí callada el resto del viaje. Algo desilusionada con mi hijo, al que amo más que a mi vida, quiero dejarlo en claro.
Por el retrovisor lo veía elucubrando cosas. Con la mirada perdida en el afuera podía adivinarlo fantaseando con llegar a casa y practicar sentarse.
Bajamos del auto y como siempre, dejó tirados el delantal y la mochila al lado de la puerta.
Fui tras sus pasos sin crear sospecha y con la puerta abierta porque el pudor este chico no lo conoce, ahí estaba sentado, fascinado, descubriendo un maravilloso mundo nuevo de aventuras.

Lo miré fijo y entrecerré los ojos con una de esas miradas que juzgan. Él se levantó el calzón, tiró el botón y sin lavarse las manos me dijo al pasar: “Si Messi mea sentado, yo meo sentado”.

Tv por cable, pánico y una raíz maldita.

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Nadie podía imaginar cuando me inicié en el mundo de la jardinería, que terminaría enroscado en una estafa piramidal ideada por una mandrágora, que me haría perder mi familia, mi trabajo, mi status, mi casa y principalmente, mi credibilidad y mi autoestima.

Seguramente muchos de ustedes ni siquiera sepan lo que es una mandrágora. Resumiéndolo: es una planta que tiene hojas verdes y una raíz que asemeja la forma humana.
Yo tenía un trabajo de lo más normal en una empresa de tv por cable. Mi trabajo consistía en armar proyectos para sumar productividad junto con un equipo de trabajo de gente muy capacitada pero un poco joven para mi gusto. En la oficina había mucha presión para que inventáramos una manera mágica para dejar de perder clientes. Nuestras ideas no eran bien recibidas, querían más. Se me empezó a caer el pelo, me titilaba el ojo derecho y me faltaba el aire bastante seguido. Mi señora dijo andá al sicólogo, el sicólogo dijo estás estresado, o bajas un cambio, o haces yoga, o haces jardinería o tomas medicación.
Elegí la jardinería y sorprendentemente, me fascinó. Cursito acá, cursito allá: arranqué con las suculentas, como todo el mundo, y terminé en palabras mayores, cuernos de alce, monsteras, bromelias, que se yo.
Manejaba a la perfección todo lo que era planta de interior. No se me moría ni una, pero el pelo se me caía a mechones. Llegué a tener un ataque de pánico en el vivero de la facultad de Agronomía. Estaba en el fondo, donde no llegan las señoras con los dientes pintados de labial rojo y carritos repletos de alegrías del hogar. Me sentí mareado y me agarré de unas hojas para sostenerme. Sin querer tiré algunas macetas plásticas al piso, el pan de tierra quedó al descubierto y yo empecé a sentir el bajón de presión al mismo tiempo que la vergüenza de que alguien me viera destrozando sin intención las plantas del lugar.
Para no caer tan duro, me fui arrimando despacio al sucio suelo de fieltro húmedo y, de costado, empecé a recostarme. Se me cerraban las paredes, que no eran paredes sino plásticos transparentes de invernadero bien gruesos. El techo de media sombra negro tajeado parecía caer sobre mí. El corazón me explotaba en el pecho, no podía respirar, un sudor frío me recorría las manos que, heladas, intentaban volver a meter las plantas caídas en sus macetas. Recostado, estirando las manos, pude ver el momento exacto en el que una raíz con forma de pequeño hombre, abría dos diminutos ojitos color raíz.
Sin manos ni pies ni dedos pero con extremidades muy bien formadas, se desperezó. Me miró muy fijo con el entrecejo muy fruncido y con una voz gruesa y nocturna me dijo:

-Te podés calmar, Esteban?

Por supuesto que no me podía calmar! Si antes sentía que me estaba muriendo, ahora ya directamente estaba muerto y enterrado. Intenté pararme pero mis piernas estaban muy flojas y, por el bajón de presión, me desmayé.

Me desperté con el hombrecito dándome con la manguera de riego en la cara: “Despertaste Esteban, dale, sos un papelonero.” Dijo la raíz con voz de whisky, trasnoche y arrabal.

Me senté, miré alrededor, me refregué los ojos. Tenía barro en las manos, barro en la ropa, estaba sentado arriba de un charco de agua. No había nadie alrededor. La raíz caminó hasta la canilla y cerró el agua. Permanecí en silencio.

¿Cómo sabés mi nombre? Le pregunté temblando.

Levantó uno de los brazos-raíces y señaló mi carrito, con actitud superada. El carrito tenía un papel con mi nombre escrito en papel, los vendedores hacen eso con los clientes frecuentes para poder facturar y que no se mezclen las plantas.
La miré en silencio.
-Tranquilo Esteban, soy una mandrágora. Poneme en el carrito y vámonos de acá. Tenemos mucho que hacer.
No la cuestioné. La metí adentro de la maceta con mucho cuidado. La apoyé en el carro y me levanté sosteniéndome, todavía tenía las piernas como dos soguitas.
Pagué las plantas sin saludar a los muchachos que se cruzaban miradas por mi extraña actitud. Suelo ser charlatán, amable y dar buenas propinas pero esta vez sólo quería irme. No sabía si la mandrágora era como los juguetes de Toy Story o si se iba a poner a hablar delante de cualquiera en cualquier momento. El terror de que me descubrieran en esa situación me hizo salir corriendo hacia el estacionamiento y tirar todas las plantas en el baúl como si fueran una bolsa de basura.
A la mandrágora no sabía si sentarla adelante, ponerle cinturón, removerle el envase.
Decidí abrir la guantera y buscar la franela naranja, cubrir el asiento del acompañante y sacarle la maceta al hombrecito.
Me miró molesto, se acomodó el pelo y me dijo:
-Qué mugre esta franela, Esteban.
-Perdón, le respondí.
Y empecé a manejar.

Llegamos a casa, la volví al envase de 5 litros y la bajé en mis brazos como quien acaba de comprar una ametralladora en el mercado negro.
Entré rápido por la puerta principal, atravesé el living y, sin saludar, seguí derecho para la puerta del patio. Lo atravesé con rapidez, me metí en el cuartucho de las herramientas y me arrodillé en el suelo. Con extrema delicadeza volví a desnudar la raíz y la apoyé sobre un cajón de plástico dado vuelta. Se irguió sobre sus veinte centímetros como un gigante, y con la voz si fuera posible aún más vigorosa, comenzó a detallar como un director técnico, todas las cosas de mi vida que teníamos que cambiar.
Lo escuchaba atontado y maravillado, no podía más que asentir a todas sus ideas, apreciaciones y destratos.
En todo tenía razón, en todo.
Cuando terminó de hablar, me mandó a cambiarme la ropa pero antes me pidió que no le pusiera de nuevo la maceta. Desconfié durante tres segundos pero tenía tanto miedo de que otra vez me dijera “Esteban, me estás cansando” que me di vuelta y me fui, dejando a ese pequeño hombrecito marrón con mente siniestra, a cargo de mi cuarto de herramientas.

Me bañé rápido, me cambié y puse la ropa a lavar. Mi señora entró al lavadero y me preguntó con tono socarrón: “¿Esteban estás raro?” Por supuesto que lo negué y me puse a cenar mates para disimular. Tenía un pulso como para ir a robar panderetas. “Esteban, estás temblando, ¿qué te pasa?”
Respiré profundo y decidí contarle.
“Vení Norma. Escuchame. Se me ocurrió un negocio”.
Paso a paso fui llevándola por todo el plan mandrágora para posicionarnos como la mejor familia del barrio del lago. Los más exitosos, los más reconocidos. A los que todos saludarían. Ya no más ese Esteban de las medias a rombos y el maletín de contador ajado y reseco. Ya no más, Norma.
Norma me escuchó y en sus ojos había un brillo que no supe diferenciar si era excitación o terror.
Hoy, viendo como me echó como un perro de mi propia casa, puedo ver que seguramente estaba aterrada. Así y todo, estuvo de acuerdo con jugarnos por el cambio total.
Volví al cuartucho y la Mandrágora parecía dormida. Apenas cerré la puerta abrió los ojos tan rápido que me asustó. Su mirada vacía y fría me hacían pensar en aquellas veces que se rompían vasos y los escondía en macetas para que mis padres no los vieran. Ese temor latente y persecutor que te acecha cada vez que habiendo olvidado el suceso, te asalta el recuerdo de la mentira.
“Acondicioname esta pocilga, Esteban”- dijo pateando unas latitas de arvejas vacías que tenía para reciclar.
“Si, si, por supuesto” respondí.

Al día siguiente, ya tenía el lugar a su gusto. Saludé a mi familia y me fui a trabajar. Antes de irme, pasé una cadena con candado por el cuartucho para que a nadie se le ocurriera husmear, y ese mismo día comencé con el desarrollo del negocio.

Siete meses después, me encuentro sentado en un monoambiente en Monserrat. Un futón comprado usado por remate a Verga hermanos reina en un living cocina comedor en el que despliego mis vasos plásticos, mis dos pantalones y tres chombas y una radio portátil de mi abuelo que atiné a guardarme en el bolsillo de la campera cuando Norma me dijo “No te vas a llevar ni el cepillo de dientes”.

No obtuve indemnización. Alegaron que fue una estafa de la que hice partícipe a inversores y clientes y me mandaron a casa esposado con mi propia dignidad. No me denunciaron, el escándalo aleja los clientes, dijeron.
Se quedaron con lo que había ganado, lo que había invertido, y mis acciones. O sea mis ahorros de toda la vida. Dijeron que podían rematar mi casa pero que no lo hacían por Norma.
En el barrio del lago pase a ser un delincuente, la gente dejó de pasear el perro por nuestra vereda.
En menos de tres días estaba caminando desorientado por Pompeya, intentando entender en qué momento mi vida se había derrumbado.

Volví al minúsculo departamento y me tiré en la cama, mirando el techo.
No tenía dónde caerme muerto, sin trabajo, sin comida, sin apoyo de nadie.
Sentí lástima por mí mismo, yo sólo quería progresar, pero antes de que pudiera auto compadecerme lo suficiente como para poder soltar unas lágrimas, me interrumpió una voz rasposa y viril desde el baño que dijo:
“Esteban, ¿trajiste sopapa?”
Y no, no había llevado sopapa, me la había olvidado. Y otra vez el miedo, y otra vez la sumisión y otra vez esas ganas terribles de que el otro no sea el que mande. De ser el dueño de tu propia vida. Estudiar lo que uno quiere, trabajar de lo que uno ama, casarse con la mujer que uno elige y no con la que queda. Y decir basta. Que lo respeten a uno. Que no lo verdugueen más. Empezar de nuevo, rebelarse, aprender a decir que no. Gritar “HASTA ACÁ LLEGAMOS!” y armarse de valor y transformarse en lo que uno siempre debió ser.

Me volví a poner las zapatillas y agarré las llaves. Abrí la antigua puerta de madera girando la ruedita que oficiaba como traba y bajando el picaporte a la vez. De un portazo dejé atrás todas esas ideas cargadas de pesadumbre y fracaso. Crucé la calle, entré en el chino y compré la sopapa.

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Soñé que servía café

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Tenía un amigo que volaba en una línea aérea y me llamaba la atención una cosa: a veces no estaba nunca y a veces estaba todo el tiempo. Me resultaba extraño y fascinante llamarlo a las 21 horas de un jueves y que no atendiera el teléfono pero que un martes a las 14 horas me llamara desde la cama todo fresco y relajado contándome que no le tocaba trabajar en toda la semana. Mientras servía café en un barcito de San Telmo, escuchando Yann Tiersen y escribiendo el menú del día en una pizarra vieja y destartalada, me preguntaba cómo sería servir café en ese pasillito angosto y alfombrado, el Torii de entrada al paraíso de todos esos países con los que soñas cuando sos adolescente y pensas que el mundo es un lugar distinto al que en realidad después descubrís que es.
Seguí preparando desayunos en mesas cuadraditas durante varios años más hasta que me animé a pensarme caminando por el pasillo. La verdad es que la transición fue bastante rápida; curso, espera y adentro. En menos de 2 años estaba sirviendo mi primer café; un petróleo negro y quemado que diluíamos en dudosa agua de tanque aeronáutico y servíamos en una jarra mal lavada. La gente lo tomaba agradecida, qué se yo. Preparé tantas cafeteras como pude durante 12 años, y un buen día me retiraron las credenciales y las jarras sucias. Volví a casa derrotada y busqué un nuevo rumbo. Durante algunos meses me cuestioné si era buena para algo. Por momentos me describía a mi misma como una persona que sólo sabía servir café, y eso me empañaba bastante el panorama. Un día, inspirada por otra amiga, se me ocurrió que si ponía una pequeña hostería, podía ser buena anfitriona. Hacer las camas, pasar el plumero, poner unos adornos lindos y dejar que la gente descanse. Quizás, de vez en cuando, hacerles café.
Funcionó. La gente empezó a venir al pedacito de mundo que yo ofrecía. Fui bastante buena anfitriona y el boca en boca empezó a traer más gente. Sumergida hasta arriba entre sábanas y franelas, me empecé a ahogar. Mis sueños recurrentes me perseguían y no pude seguir mirando hacia otro lado. Un día me llegó el cuento de un avión loco que cortaba el cielo con misiones solidarias. Sentada en una silla de madera en la cabaña grande, escuché historias increíbles de misiones que parecían de otro mundo. Mi costado adolescente se encendió de nuevo, necesito servir café en ese avión. Lo soñé, lo pedí, lo busqué. Sucedió. El avión loco pasó por casa un diciembre y al día de hoy, no me suelta. Empecé a servir café en aviones con más regularidad de la que esperaba, tanto, que a veces empecé a ahogarme de nuevo. Por qué? Porque los humanos nos ahogamos, eso hacemos. Buscamos la paz y la tranquilidad pero cuando llega nos aburrimos. Siempre con el horizonte cada vez más lejos y la ambición de no aburrirme jamás, materializo los planes más ilógicos e improbables del mundo. Entonces qué? Cuál es el nuevo rumbo? Cansada de mi misma, me quedé dormida en el pastizal. Soñé con casas de madera, almohadas perfumadas, asientos de tractor, olor a pelo de caballo, ruido de valijas deslizándose por pisos lustrados y abrazos pequeños de madrugada. Me fue despertando el aroma automático de las 9 y fui saliendo del trance mientras con el ceño fruncido me negaba a aceptar mi último sueño; ese que tenés un minuto antes de despertar y se te queda clavado por lo nítido y real. Soñé que servía café en mi restaurante, me dije a mí misma. Y a mí misma me respondí “Dejate de joder”, pero no pude, porque mis sueños mandan más que mis voluntades conscientes así que me puse a investigar.
Mi sueño es llegar a la mañana y abrir las puertas de un pequeño restaurante de ruta. El sol entra por la ventana y tiñe la barra y las mesas. Con un trapo encerado le saco la tierra a los muebles y abro las ventanas. Enciendo las máquinas de a poco y pongo en jarritos unas flores que traje del pastizal. Un señor entra, habla poco y está distraído, me acerco y lo miro a los ojos, lo saludo. Me saluda, me sonríe apenas y la cámara se aleja un poco. Se puede ver perfecto como me voy detrás de la barra y agarro una taza limpia, preparo un platito y una cuchara, vuelvo a la mesa, me inclino apenas y finalmente, le sirvo el café.

❤️

 

sky
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Tiempo y cuerpo

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Mirar al cielo para hablarle a los fiambres es tan ridiculo como mágico.

Nos hace sentir mejor.

El concepto de cielo e infierno quizás les cierre a los religiosos, pero nosotros los que necesitamos ver para creer, somos un poco escépticos a la hora de comprar el cuento de un paraíso y un espacio de castigo.
Sin embargo, necesitamos ubicar a los muertos físicamente en algún lado además de adentro del corazón. Pensarlos sentados en una nube es infantil y gracioso. Pensarlos flotando extracorpóreos lo es aún más. Qué tal si los imaginamos como partículas o energía, simplemente existiendo en un cielo diáfano, siempre de día? Porque de noche están siempre abajo, alrededor nuestr)) en nuestro infierno. El verdadero infierno es la tierra, la vida, el día a día.
Miro el cielo (porque hay sol) y te imagino con cuerpo y salud, bardeando. Siempre bardeando. Imagino tu voz interactuando con fiambrines varios, incomodándolos con amenazas de explotarles enormes granos con pus en sus caras sin materia.
Tu sonrisa como un rayo atraviesa las capas de la estratósfera para clavárseme como una lanza. La recibo con gracia y mi propia sonrisa con lágrimas siente el pasado volver una y otra vez, preguntándote por qué dejaste tanto coso desprolijo; tanta jet stream de caos turbulento sacudiéndonos de manera constante y molesta.
Parecen llegar tus mensajes pero la señal es mala y se me vuelven confusos. A veces van en una dirección y a veces  en la opuesta. Tu nube parece decir qué más da. Yo respondo que noes así, que no da igual, que sí que importa. Nosotros los que no estamos tan locos, tenemos reglas que vos jamás cumpliste. Tenemos culpa, la que no conociste pero que sin embargo me dejaste atravesada en la tráquea. Esas reglas y esa culpa a las que parecieras tan ajeno; dictan mis actos.
Intento ser libre cada día, pero hay días de barrotes gruesos y fríos con olor a óxido mojado y té negro sin azúcar.
Mi búsqueda de aceptación me ha llevado a maldecir días hermosos. Me encierro, me tapo, me oscurezco. Quiero que todos me amen y el mundo me responde que no es posible. Si Dios y el Dalai Lama tienen detractores por qué no los tendría yo? Me seco las lágrimas infantiles cuando escucho tu voz diciendo que deje de buscar hermanas en todos lados. Nada reemplazará lo que no fue, lo que no pudo ser. El asunto es que te culpo, te culpo, te culpo. Vos fuiste quien abrió una grieta que no pedí y que ya no puedo cerrar. Me quebré brazos y piernas intentando juntar las dos placas y finalmente caí en la lava ardiente del desequilibrio. Me quemé por dentro y por fuera, y como un esqueleto sin alma, camino las calles desiertas de cariño.
Te culpo aunque no te hagas cargo, te culpo por tus locuras, te culpo por no haber tenido la capacidad de razonar dos minutos antes de actuar. Sabés bien que llevé tu cruz en tu vida y en tu muerte. La llevé hasta 3 años después de aquella mañana de Mayo en la que mandibuleando te fui a despedir para siempre. Caminé por la ciudad, liviana durante un tiempo; pero en cuanto puse un pie en el césped, mi espalda recibió otra cruz. Más pesada, más clavada, con más espinas. Supongo que ésta me entierra, y cuando llegue el momento, nos abrazaremos en las nubes o en la lava; recordando siempre que hicimos lo mejor que pudimos con lo que teníamos, con lo que sabíamos y mientras tuvimos tiempo y cuerpo.