( Pinche para escuchar)
Nadie podía imaginar cuando me inicié en el mundo de la jardinería, que terminaría enroscado en una estafa piramidal ideada por una mandrágora, que me haría perder mi familia, mi trabajo, mi status, mi casa y principalmente, mi credibilidad y mi autoestima.
Seguramente muchos de ustedes ni siquiera sepan lo que es una mandrágora. Resumiéndolo: es una planta que tiene hojas verdes y una raíz que asemeja la forma humana.
Yo tenía un trabajo de lo más normal en una empresa de tv por cable. Mi trabajo consistía en armar proyectos para sumar productividad junto con un equipo de trabajo de gente muy capacitada pero un poco joven para mi gusto. En la oficina había mucha presión para que inventáramos una manera mágica para dejar de perder clientes. Nuestras ideas no eran bien recibidas, querían más. Se me empezó a caer el pelo, me titilaba el ojo derecho y me faltaba el aire bastante seguido. Mi señora dijo andá al sicólogo, el sicólogo dijo estás estresado, o bajas un cambio, o haces yoga, o haces jardinería o tomas medicación.
Elegí la jardinería y sorprendentemente, me fascinó. Cursito acá, cursito allá: arranqué con las suculentas, como todo el mundo, y terminé en palabras mayores, cuernos de alce, monsteras, bromelias, que se yo.
Manejaba a la perfección todo lo que era planta de interior. No se me moría ni una, pero el pelo se me caía a mechones. Llegué a tener un ataque de pánico en el vivero de la facultad de Agronomía. Estaba en el fondo, donde no llegan las señoras con los dientes pintados de labial rojo y carritos repletos de alegrías del hogar. Me sentí mareado y me agarré de unas hojas para sostenerme. Sin querer tiré algunas macetas plásticas al piso, el pan de tierra quedó al descubierto y yo empecé a sentir el bajón de presión al mismo tiempo que la vergüenza de que alguien me viera destrozando sin intención las plantas del lugar.
Para no caer tan duro, me fui arrimando despacio al sucio suelo de fieltro húmedo y, de costado, empecé a recostarme. Se me cerraban las paredes, que no eran paredes sino plásticos transparentes de invernadero bien gruesos. El techo de media sombra negro tajeado parecía caer sobre mí. El corazón me explotaba en el pecho, no podía respirar, un sudor frío me recorría las manos que, heladas, intentaban volver a meter las plantas caídas en sus macetas. Recostado, estirando las manos, pude ver el momento exacto en el que una raíz con forma de pequeño hombre, abría dos diminutos ojitos color raíz.
Sin manos ni pies ni dedos pero con extremidades muy bien formadas, se desperezó. Me miró muy fijo con el entrecejo muy fruncido y con una voz gruesa y nocturna me dijo:
-Te podés calmar, Esteban?
Por supuesto que no me podía calmar! Si antes sentía que me estaba muriendo, ahora ya directamente estaba muerto y enterrado. Intenté pararme pero mis piernas estaban muy flojas y, por el bajón de presión, me desmayé.
Me desperté con el hombrecito dándome con la manguera de riego en la cara: “Despertaste Esteban, dale, sos un papelonero.” Dijo la raíz con voz de whisky, trasnoche y arrabal.
Me senté, miré alrededor, me refregué los ojos. Tenía barro en las manos, barro en la ropa, estaba sentado arriba de un charco de agua. No había nadie alrededor. La raíz caminó hasta la canilla y cerró el agua. Permanecí en silencio.
¿Cómo sabés mi nombre? Le pregunté temblando.
Levantó uno de los brazos-raíces y señaló mi carrito, con actitud superada. El carrito tenía un papel con mi nombre escrito en papel, los vendedores hacen eso con los clientes frecuentes para poder facturar y que no se mezclen las plantas.
La miré en silencio.
-Tranquilo Esteban, soy una mandrágora. Poneme en el carrito y vámonos de acá. Tenemos mucho que hacer.
No la cuestioné. La metí adentro de la maceta con mucho cuidado. La apoyé en el carro y me levanté sosteniéndome, todavía tenía las piernas como dos soguitas.
Pagué las plantas sin saludar a los muchachos que se cruzaban miradas por mi extraña actitud. Suelo ser charlatán, amable y dar buenas propinas pero esta vez sólo quería irme. No sabía si la mandrágora era como los juguetes de Toy Story o si se iba a poner a hablar delante de cualquiera en cualquier momento. El terror de que me descubrieran en esa situación me hizo salir corriendo hacia el estacionamiento y tirar todas las plantas en el baúl como si fueran una bolsa de basura.
A la mandrágora no sabía si sentarla adelante, ponerle cinturón, removerle el envase.
Decidí abrir la guantera y buscar la franela naranja, cubrir el asiento del acompañante y sacarle la maceta al hombrecito.
Me miró molesto, se acomodó el pelo y me dijo:
-Qué mugre esta franela, Esteban.
-Perdón, le respondí.
Y empecé a manejar.
Llegamos a casa, la volví al envase de 5 litros y la bajé en mis brazos como quien acaba de comprar una ametralladora en el mercado negro.
Entré rápido por la puerta principal, atravesé el living y, sin saludar, seguí derecho para la puerta del patio. Lo atravesé con rapidez, me metí en el cuartucho de las herramientas y me arrodillé en el suelo. Con extrema delicadeza volví a desnudar la raíz y la apoyé sobre un cajón de plástico dado vuelta. Se irguió sobre sus veinte centímetros como un gigante, y con la voz si fuera posible aún más vigorosa, comenzó a detallar como un director técnico, todas las cosas de mi vida que teníamos que cambiar.
Lo escuchaba atontado y maravillado, no podía más que asentir a todas sus ideas, apreciaciones y destratos.
En todo tenía razón, en todo.
Cuando terminó de hablar, me mandó a cambiarme la ropa pero antes me pidió que no le pusiera de nuevo la maceta. Desconfié durante tres segundos pero tenía tanto miedo de que otra vez me dijera “Esteban, me estás cansando” que me di vuelta y me fui, dejando a ese pequeño hombrecito marrón con mente siniestra, a cargo de mi cuarto de herramientas.
Me bañé rápido, me cambié y puse la ropa a lavar. Mi señora entró al lavadero y me preguntó con tono socarrón: “¿Esteban estás raro?” Por supuesto que lo negué y me puse a cenar mates para disimular. Tenía un pulso como para ir a robar panderetas. “Esteban, estás temblando, ¿qué te pasa?”
Respiré profundo y decidí contarle.
“Vení Norma. Escuchame. Se me ocurrió un negocio”.
Paso a paso fui llevándola por todo el plan mandrágora para posicionarnos como la mejor familia del barrio del lago. Los más exitosos, los más reconocidos. A los que todos saludarían. Ya no más ese Esteban de las medias a rombos y el maletín de contador ajado y reseco. Ya no más, Norma.
Norma me escuchó y en sus ojos había un brillo que no supe diferenciar si era excitación o terror.
Hoy, viendo como me echó como un perro de mi propia casa, puedo ver que seguramente estaba aterrada. Así y todo, estuvo de acuerdo con jugarnos por el cambio total.
Volví al cuartucho y la Mandrágora parecía dormida. Apenas cerré la puerta abrió los ojos tan rápido que me asustó. Su mirada vacía y fría me hacían pensar en aquellas veces que se rompían vasos y los escondía en macetas para que mis padres no los vieran. Ese temor latente y persecutor que te acecha cada vez que habiendo olvidado el suceso, te asalta el recuerdo de la mentira.
“Acondicioname esta pocilga, Esteban”- dijo pateando unas latitas de arvejas vacías que tenía para reciclar.
“Si, si, por supuesto” respondí.
Al día siguiente, ya tenía el lugar a su gusto. Saludé a mi familia y me fui a trabajar. Antes de irme, pasé una cadena con candado por el cuartucho para que a nadie se le ocurriera husmear, y ese mismo día comencé con el desarrollo del negocio.
Siete meses después, me encuentro sentado en un monoambiente en Monserrat. Un futón comprado usado por remate a Verga hermanos reina en un living cocina comedor en el que despliego mis vasos plásticos, mis dos pantalones y tres chombas y una radio portátil de mi abuelo que atiné a guardarme en el bolsillo de la campera cuando Norma me dijo “No te vas a llevar ni el cepillo de dientes”.
No obtuve indemnización. Alegaron que fue una estafa de la que hice partícipe a inversores y clientes y me mandaron a casa esposado con mi propia dignidad. No me denunciaron, el escándalo aleja los clientes, dijeron.
Se quedaron con lo que había ganado, lo que había invertido, y mis acciones. O sea mis ahorros de toda la vida. Dijeron que podían rematar mi casa pero que no lo hacían por Norma.
En el barrio del lago pase a ser un delincuente, la gente dejó de pasear el perro por nuestra vereda.
En menos de tres días estaba caminando desorientado por Pompeya, intentando entender en qué momento mi vida se había derrumbado.
Volví al minúsculo departamento y me tiré en la cama, mirando el techo.
No tenía dónde caerme muerto, sin trabajo, sin comida, sin apoyo de nadie.
Sentí lástima por mí mismo, yo sólo quería progresar, pero antes de que pudiera auto compadecerme lo suficiente como para poder soltar unas lágrimas, me interrumpió una voz rasposa y viril desde el baño que dijo:
“Esteban, ¿trajiste sopapa?”
Y no, no había llevado sopapa, me la había olvidado. Y otra vez el miedo, y otra vez la sumisión y otra vez esas ganas terribles de que el otro no sea el que mande. De ser el dueño de tu propia vida. Estudiar lo que uno quiere, trabajar de lo que uno ama, casarse con la mujer que uno elige y no con la que queda. Y decir basta. Que lo respeten a uno. Que no lo verdugueen más. Empezar de nuevo, rebelarse, aprender a decir que no. Gritar “HASTA ACÁ LLEGAMOS!” y armarse de valor y transformarse en lo que uno siempre debió ser.
Me volví a poner las zapatillas y agarré las llaves. Abrí la antigua puerta de madera girando la ruedita que oficiaba como traba y bajando el picaporte a la vez. De un portazo dejé atrás todas esas ideas cargadas de pesadumbre y fracaso. Crucé la calle, entré en el chino y compré la sopapa.