Daddy, I want a pony.

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Llegó el post que no quería escribir. El más difícil, el más demoledor. Desde Bamba que no me sentía así, y no es cuestión de a qué animal amas más, sino de cómo transitás cada partida. Mis últimos animales se fueron en contextos donde no pude brindarle a cada duelo su debida atención; con Sharam estaba a pocos meses de parir, con Adela tenía la enfermedad de Vento persiguiéndome de cerca y con Fif, si bien su partida fue sorpresiva y trágica, sus años y debilidad me indicaban que se vendría quizás una pelea que quizás ella misma se evitó. O no sé, quizás eso es lo que necesito creer.

Esta partida, llega con toda la fuerza de una tormenta devastadora. Arrasa, nos deja en el suelo, vacíos, con la sensación de haberlo perdido todo.

Hablar del pony? Faa, todo le queda chico. No a él, que fue un señor perro, sino a todos los perros que amamos, nosotros y ustedes. Nuestros perros son siempre los mejores, los distintos, los únicos. Son como nuestros hijos, o las milanesas de mamá, nadie puede competir. Por qué nuestros ponys son siempre los mejores? Es simple. Nos eligen. Sentirse elegido por un perro debe ser lo más parecido a estar con Dios. No exagero. Un perro no te elige por lo que llevas puesto, por la calidad de la comida que le des ni siquiera por cómo lo tratas. Se sabe que hay perros golpeados que permanecen fielmente con sus tutores, toda la vida. Ellos han descifrado algo que nosotros aún no, por más cursos, estudios y atención que prestemos, serguirá siendo un misterio. No lo sabremos. Ellos saben algo, nos eligen, se quedan. Nos esperan llegar de la calle, nos festejan cada vez, nos miran dormir, nos protegen, disfrutan de nuestro tiempo juntos y se angustian cada vez que partimos. Hay algo en su mirada que está más allá de lo que vemos con nuestros ojos. Admiro esa capacidad.

Por supuesto que el pony era todo eso, ya lo saben.

Sin quererlo (sin quererlo?) me hizo echar de un departamento lleno de moho que me traía una enfermedad respiratoria y un encierro descomunal. Por él decidí buscar un lugar saludable para todos, por él me animé a salir del distrito 12 y buscar algo mejor. Instalamos una puerta para perros para que ellos pudieran entrar y salir del living al patio; puerta que se rompió en mil pedazos siendo tajeado por los vidrios, por correr. Ese era mi pony, bruto, tonto, hermoso, pelotudo de mamá.

Un día les prometí que siempre intentaría darles lo mejor, y con la pandemia encima, nos rajamos al campo en un camión.

Desde esa mudanza y durante 4 años, Vento recorrió de punta a punta, a veces acompañado, a veces solo, cada centímetro de pastizal. Tenía la costumbre de irse lejos caminando solo para hacer caca, y apenas terminaba, echarse un pique alguno monumental hasta casa. Le gustaban los atardeceres al sol y las noches calentitas adentro. Le gustaba llorar y mariconear para que lo tocaran, se quejaba del calor llorando finito, se quejaba siempre, absolutamente por todo. Los huéspedes de la cabaña solían decirme: “hay un perrito acá llorando, no sabemos lo que le pasa”. No le pasa nada, señora, dele un pan. Quiere que lo toques, o que le mojes la nuca, o subirse a tu cama. Ese era mi Vento, un pelotudo de mamá.

Hoy con las camas vacías, la casa ordenada, sin gotas de sangre, mil remedios, tappers de hígado ni toallas putrefactas; me dejó más que amor y enseñanzas.

Resulta que yo no sé parar. Nunca sé cuándo es demasiado de algo, de trabajo, de planeamiento, de intensidad, de pensamiento, de esfuerzo, de tareas, de promesas… cuando me doy cuenta, el límite ha quedado 3 pueblos atrás y me rodean puros reclamos, malestares y líos.  El pony necesitó muchos cuidados, físicos y emocionales. Remedios con horarios, curaciones, disciplina, mimos y enfocarme en acostarme a su lado y hablarle, explicarle, contarle, anticiparle. Todos esos ratos que pasé con él implacablemente durante los últimos meses, eran parte de un tiempo “que no tenía”, un tiempo que era de mi trabajo, de los vuelos, de la pulpería, de las redes del Vergel, de lavar los platos, la ropa, hacer la comida, estar con mi hijo, pasar el tiempo con mi marido, estar con amigos o simplemente eran tiempo ocupado por otra ocupación. Cuando el pony me necesitó, el tiempo apareció. Colgué los vuelos, la pulpería, le expliqué a mi hijo que jugaríamos más tarde y a mi casa que todo tenía que esperar. Me senté en el piso con las piernas cruzadas y con las manos sobre el abdomen de mi perro, cerré los ojos y pedí por el milagro.

Nomás pedirlo, el milagro empezó a ocurrir. El tiempo se estiró, mi reloj de arena empezó a bajar más despacio y, el pony yo, nos miramos a los ojos. Cada noche con mis manos sobre su lomo fueron una comunicación sagrada. Le dije TANTO, me contestó TANTO, que cuando llegó la despedida, solo me preocupé por hacerle un asado de tira y besarlo.

Todo ese tiempo que no sé dónde estaba, apareció. Era como el pony me dijese “hay que parar un poco, hay que parar para lo importante”. 60 noches hablando con él, me sacudieron. Esas 60 noches me hablé a mi misma, dejando de distraerme con todo aquello que uno se pone adelante para olvidar lo que duele, lo que toca hacer, lo que cuesta enfrentar.

Hasta el último minuto el pony tirando factos.

Su despedida fue hermosa. Al sol, con la cabeza en el pasto y en nuestro lugar tan amado. Abrazando su corazón con mi mano, escuché cómo sus latidos se volvían más lentos, más pesados, más espaciados.  Un alma de pony se despidió del traje y se desperezó en un cuerpo energético nuevo, sin forma ni bordes, sin encierro ni límites. Casi pude verlo sonreír, sabiendo que ese traje roto no servía más. Ambos le agradecimos al traje y me lo quedé, para llevarlo junto con todos aquellos trajes que han albergado a los seres mágicos que esta vida me ha permitido tener el honor de cuidar.

Mi oruga se hizo mariposa y se fue.

 

Nada jamás me hará olvidarte. Nada te debo, nada me debes. Lo tuyo es tuyo, lo mío es mío, lo nuestro es nuestro.

Gracias por elegirme aunque nunca sabré bien por qué, tengo la esperanza de que nos juntemos otra vez, y rascándote el culo, trotes de costado y sonrías sabiendo que en este plano y en todos los planos, estamos hechos el uno para el otro.

Gracias Pony, buen viaje a casa.

 

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