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Las mujeres de contrato

(Pinche)
Debería estar durmiendo a esta hora.
Debería tener una almohada bajo mi cabeza, una entre las rodillas y una encima del cuerpo; reemplazando el peso específico que posee la pierna de un hombre promedio que disfruta tanto dormir con vos como atravesarse en la cama intentando acaparar todo el lugar.
Pero no puedo dormir, cuatro intensas horas de siesta avalan este pensamiento.
En vez de intentarlo, mastico, sin ganas, un paquete de almendras bañadas en chocolate proveniente de la caja navideña de la empresa, bajándolas con un vaso de coca light caliente y con poco gas.
En mis oídos, una lista brava de Spotify me recuerda que las noches son largas y que sigo teniendo corazón y mente adolescente. Si, pongo las listas de llorar, y las pongo para sentirme como el orto.
Me tragué 3 capítulos de Vampire Diaries al hilo, cosa que no había hecho nunca jamás en la vida, y ahora estoy hermosamente poseída por los problemas de los licántropos, las brujas, los vampiros, los inmortales, los hechiceros, los asesinos y los amores imposibles.
Así que aquí vengo a psicoanalizarme un rato. La verdad es que hace un mes que no visito a mi analista porque temo escucharme una vez más. Necesito que, por un rato, todo sea mentira, sea fácil, sea irreal. No quiero escuchar el sonido de mi voz pronunciando palabras que son sentencias, armando frases que no podré desarmar jamás. Prefiero así, quietita, muda, anulada, con los ojos cerrados bien bien fuerte, con las lágrimas contenidas un rato más.
Por momentos casi me parece estar rezando. Por momentos cierro los ojos y me envuelve una nube de aire espeso que posee su propia sustentación, y ya no sé dónde estoy, y ya no sé a qué cosa en el mundo le tengo tanto miedo, o a qué cosa en el mundo no le tengo miedo. Lo único que tengo es este momento que está acá adelante mio, y que no puedo definir como un momento mio, sino como el instante previo a la ruptura de todo lo establecido.
No es la primera vez, y probablemente, tampoco será la última.
Soy una mujer adicta a las revoluciones, estoy enamorada de los opuestos y de las contradicciones. Detesto los cambios como norma número uno y vivo exclusivamente para patear todos los tableros que me abro la piel por conseguir.
Me digo a mí misma que esto es sólo una revolución más, pero también me digo que el lunes empiezo el gimnasio y que voy a tirar los tuppers que no tienen tapa, así mi palabra no es de confiar.
La nube me lleva lejos, y le agradezco, pidiéndome que no me devuelva nunca más, que me deje ahí donde las almohadas reemplazan a los hombres, donde las almendras caen de los árboles y no necesito comer, ni dormir, ni esconderme de mi analista cuatro semanas seguidas solamente porque me quiero evadir. Camino por un lugar donde las luciérnagas no mueren, donde las canciones no terminan, donde los sueños no te duelen y los aviones te protegen. Camino durante días, sabiendo que perfectamente podría quedarme aquí. Podría vivir en esta tierra de necios, de conformistas, de gente del mismo sabor. Podría aceptar esta historia como propia, podría borrar todo el pasado, podría ponerme en manos de alguien que me ayudara a ser alguien que jamás fui.
Como en un escenario de Truman show, espero que llegue el final del camino y toparme con un cartón pintado de celeste, golpearme la cabeza y que alguien me diga “se acabó”, pero el cartón no aparece, y el camino se hace tan largo que se me vuelve costumbre: dormir es un recuerdo, llorar es muy ajeno, temblar al ver unos ojos es algo que no puedo recordar. Parece ser que la comodidad finalmente me ha alcanzado, parece que me he ganado el paraíso después de tanto renegar.
Estaba a punto de sonreír cuando me pidieron que firmara el contrato.
Los miré a sus caras sin ojos y les pregunté “Qué contrato?”. Insistieron en que solamente firmando el contrato me podría quedar.
Me puse de pie todo lo que mis imbéciles pies me permitieron y les dije que yo no era ninguna mujer de contratos, que por quién me habían tomado. Y allí las vi. Las mujeres de contrato yacían ante mis ojos, hermosas, suaves, con la mirada tranquila y pacífica, con las uñas perfectas y prolijas, con su pelo impecable y sus sonrisas ketamínicas. Los hombres de contrato las acompañaban sin acompañarlas demasiado, las amaban sin amarlas (demasiado), las abrazaban sin asfixiarlas, las apretaban sin romperlas, las disminuían sin hacérselos sentir (demasiado).
Los hombres y las mujeres de contrato se llevaban de mil maravillas ya que ambos habían acordado hacerlo así. Ellas habían aceptado la cláusula de permanecer siempre bellas y no hacer preguntas y ellos juraron protegerlas de sí mismos cada vez que fuera necesario, asegurándoles que jamás deberían preocuparse por nada, ni molestarse, ni pensar. Se besaban en la mejilla y se tomaban de las manos, sin arrugar sus camisas ni transpirar jamás, sin mirarse a los ojos, sin hacer preguntas, sin callejones oscuros, sin carcajada mortal.
En sus camas perfectas se acomodaban 7 pares de almohadones, cada uno con el título de cada capítulo de mi libro. Me senté a leer el contrato mientras me preparaban bebidas frescas que no quería tomar.
Toda esa cordura, toda esa cordura, toda esa cordura, no hacía más que exasperarme y violentarme, no hacía más que hacerme desear asesinar esos almohadones con un cuchillo, solamente para ver a esas mujeres menstruar por las encías mientras sus hombres buscaban el carnet de osde en sus carteras de Prüne.
Doblé el contrato en cuatro y di vuelta hacia atrás en la cama, poniéndome de pie sobre el colchón. Los almohadones se desordenaron, y alrededor de mis pies sucios yacían los títulos que elegí para cada capítulo de mi vida. Y por primera vez, no tuve dudas. Descarté For Bitching Only, descarté Bravo Sierra Juliet, descarté Hangar Games, descarté La mujer con cabeza de galgo, descarté Dime quienes eran tus padres y me quedé con Los Invisibles.
El pequeño Rocamadour tomó mi mano antes de que el agujero de gusano nos trajera de vuelta al living de mi casa, pero, al abrir los ojos, él ya no estaba aquí. Junto con sus hermosas pestañas desaparecieron el almohadón, el contrato, las nubes, las mujeres perfectas, los hombres ideales y el sueño de una vida cuerda y normal.
Mi perra dormía adentro de la cama apoyando las patas en las almohadas que uso para reemplazar al amor. Los gatos se lamían acostados arriba de mi uniforme de azafata arrugado y lleno de pelos. Los platos en la cocina seguían sin lavar, la ropa mojada continuaba adentro del lavarropas, los tuppers seguían sin tapa, y la heladera enfriaba dos botellas de jagger y un frasco de mayonesa a medio empezar.
Entonces recordé las palabras de quien me dijo que lo que sea que pase, es lo que está bien que pase, y pisé la tierra del piso de mi living con gusto, porque soy una amante de las revoluciones y no soy una mujer de contratos, porque no me interesan las camas perfectas con 7 pares de almohadones ni tener las uñas prolijas y envidiables, porque no tengo paz en mis pupilas sino fuego y no me interesan los hombres tibios que me dicen lo que tengo que hacer.
Toda esta falta de cordura, toda esta falta de cordura, toda esta falta de cordura, me hace bien.
Búrlense lo que quieran de quienes no hemos firmado el contrato, búrlense de nuestros callejones oscuros, de nuestras mochilas llenas de miedos, de nuestra improvisación. Búrlense acostados en sus camas perfectas mientras nosotros morimos de amor.
En algún lugar que no puedo ver, Rocamadour asesina un almohadón, prende fuego un contrato y se ríe muy fuerte, mientras yo lo escucho por el baby call.
Hemos hecho de las calles nuestra pista de baile, hemos hecho de nuestros abrazos una religión. Y mientras millones y millones siguen firmando los contratos; felices, aterrados y convencidos, empezamos nuestra revolución.

3 comentarios en “Las mujeres de contrato

  1. "no tengo paz en mis pupilas sino fuego y no me interesan los hombres tibios que me dicen lo que tengo que hacer." me encantó.

    Adictiva sensación la de terminar de leer los post, cerrar los ojos y ver como quedan grabadas las palabras en alguna parte entre la mente y los ojos.

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