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Humanos

(Pinche)
Humanos.
Con la banderita de Francia en la foto de perfil. Sin ella. Riéndose de los otros, enojados con los que “no entienden nada”. Repitiendo lo que dicen los demás. Adhiriendo a la corriente, agrediendo. Googleando, buscando datos en Wikipedia para parecer inteligentes ante los demás.
Humanos.
“Yo sé más que vos acerca del conflicto en medio oriente”. Te ponés la bandera de Francia pero la de Siria no te la vi nunca. Empatizás con Francia porque es la capital de la moda.
Humanos.
Utilizamos las redes para, con un botón, compartir lo que nos representa, nos define. Políticamente, socialmente, mundialmente.
Nos es fácil, estamos tirados en un sillón, con aire acondicionado y un teléfono con 60% de batería. Nos es fácil ocultarnos detrás de wikipedia, opinamos con las palabras de otro, con sus porcentajes y sus datos importantes.

Anoche, una amiga publicó un video de una señora llamada Francine Christophe, nada que ver con los atentados en Francia, es una sobreviviente del holocausto. El video de Francine pertenece a una serie de documentales llamados “Human”. Hasta las 3 de la mañana los vi, con lágrimas en los ojos.
De vez en cuando, alguien te recuerda que el imbécil que tenés adelante, también tiene una historia. Si, el que se pone la banderita de Francia, el que lo repudia, el que no sabe nada y googlea, el que sabe todo y discute con fundamento, el que vota a Scioli, el que vota a Macri, todos tienen una historia.
El documental “Human” es lo mejor que vi en los últimos años. Te baja del pony con un misilazo en la nuca. Los invito a verlo, no arriesgan mucho: a lo sumo un poco de batería del celular.
El de enfrente, tiene una historia que desconocemos, de la misma manera que se desconoce la nuestra.
Quizás es hora de prestarle atención a lo que el otro tiene para decir, y enojarse menos, somos demasiados en este mundo ya como para andar odiándonos tanto.

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I fell in love en el canal de Beagle

(Pinche)
Me subí al avión a las 4 de la mañana, sin haber dormido, ni comido, ni logrado despertarme del todo. Mi plan era ponerle remedio a todos mis males apenas pisar Ushuaia. Hice el servicio soñando despierta con la cama del hotel, la bañadera llena de agua calentita y música en la habitación. Basta ya de hacer café con leche y sonreir. Todo esto no es natural con tanto sueño.
Aterricé en el fin del mundo cerca de las 9 am, apenas salí del aeropuerto, un viento frío me dio la bienvenida volándome el pelo y el tapado de un saque. Sonreí, porque yo soy una amante del frío.
Lo vi por primera vez en una góndola de centollas. Si era perfecto? Era lo suficientemente imperfecto como para llamarme la atención. Jamás elijo al príncipe, jamás. Siempre la picardía, la complicidad, la diversión. Todo lo demás se desnuda después de unas botellas de vino y un poco de falta de prejuicio.
Hablamos porque se dio cuenta de que lo estaba mirando. No me instalaron la actualización de disimular. Así y todo, con lo obvia que era la situación, siempre necesito que alguien me mande un mail avisándome que un tipo gusta de mí. Así que permanecí en ese limbo de estupidez, seducción, femeneidad y un aire de como quien no quiere la cosa.
Me invitó a cenar en la cola del supermercado La Anómima. Dije que sí.
Volví al hotel a mirar qué ropa tenía en el carry. Zapatillas converse, un jogging con olor a Vento, una remera agujereada del fbo y medias de distinto color. Mis compañeras contribuyeron y entre la ropa de todas, me vestí de mujer.
Me pasó a buscar caminando, cosa que nunca entendí pero aprecié cuando empezaron los paisajes,
Ushuaia, sus cielos, sus plantas, sus flores, sus casas de colores, las montañas, la nieve, el sonido, el aire, el canal de Beagle.
Intenté no hablar demasiado, no gritar y no decir malas palabras. Intenté taparme los tatuajes, no hablar de animales rescatados, no decir que era azafata, no decirle que no a nada. Reconozco perfectamente cuales son mis puntos flacos y en la etapa de seducción, soy mi propia mejor amiga diciéndome “callate un poco”.
No sirvió de mucho, entramos a un restaurante y sin prestar mucha atención, me senté en una mesa mirando hacia la pared. Minutos después, él me ofreció ir a elegir las langostas a la pileta.
Supongo que mi cara se transformó de una manera impresionante, porque él se horrorizó al verla.
Mi cerebro buscaba algo para decir que no fuera muy marginal ni muy tonto ni muy atemorizante.
Me miró y me dijo “¿Qué pasa?”
Seguí haciendo un scaner de todas las palabras del universo, intentando elegir solo las correctas. Jackpot! Las encontré.

“Las langostas gritan” dije.

Y después de eso, ya todo dio igual, porque yo ya estaba expuesta por completo. De camino a la casita de té le expliqué que cuando las meten en el agua hirviendo, gritan de una manera que me hace querer morir ahí mismo. Una vez sentados, le conté cómo cuelgan a los galgos cuando no sirven más para correr, mientras elegíamos la comida preguntó por el tatuaje del avión en mi dedo y para cuando llegó la cuenta yo ya había dicho 3 veces pija, 4 argolla y 5 la concha de tu hermana.
Caminamos de vuelta al hotel y todo parecía molestarle de mí. Extraña sensación la de compartir momentos con alguien que parece sentirse fastidiado por vos y que, a pesar de eso, permanece ahí.
Pasé la noche sola en mi habitación, el beso de despedida fue incómodo, frío, como proveniente de alguien que no quiere saludarte.
Obviamente, lo mandé a la concha de su madre mentalmente doscientas veces antes de dormirme, no sin antes fijarme si estaba online otras doscientas veces. “No le gusté” no es gran cosa, puede pasar. Me la pasé hablando de animales torturados, me la pasé hablando de aviones, me la pasé hablando. Punto.
Ese momento de mierda en el que te das cuenta de que ser vos misma es una bosta. Más te relajás, más cómoda te sentís y más aflora toda la catarata de pelotudeces que tenés adentro. Y lo siento, a mí no me gusta sentirme en un capítulo de Sex and the city, si me siento así me rajo. Así que procedí a borrar el teléfono del hombre langosta, no sin antes guardarlo en un block de notas por si me arrepentía. Si, soy un maldito capítulo de Sex and the city, qué horror, llené la bañera, me abrí una lata del frigobar y me metí al agua, a intentar disipar el nudo que me había dejado el lobster guy en el estómago.
A la mañana siguiente, me desperté 5 minutos antes de que retiren el desayuno, como siempre, así que me quedé en la cama mirando por la ventana. El agua moviéndose, las ramas de los árboles, los picos nevados. Tenemos el más hermoso país. Se me cerraban de nuevo los ojos cuando la silueta del chico se aparece por el camino, un poco a lo lejos, camino al hotel.
Me paré con el corazón a 2000. Me fui a lavar los dientes, como si eso tuviera más criterio que haber dicho que las langostas gritan.
Me mandó un mensaje cuando estaba abriendo la ducha.
Me hice la casual. Imagínense cómo salió eso. Como el orto, claro.
Subió los dos pisos que me separaban del lobby mientras me terminaba de poner las medias, golpeó la puerta con dos toquecitos mientras me sacaba la toalla de la cabeza y me compadecía de mi misma y mi atuendo.
Entró con una cara que jamás le había visto a un hombre antes. Una mirada particular, como entre hambrienta y resignada, como de bronca y agradecimiento a la vez, como esas cosas en la vida que son al mismo tiempo una cosa y lo opuesto. Me acerqué a saludarlo despacio y sorprendida y me agarró la cara con las dos manos, avanzando y haciéndome retroceder hacia la puerta del baño que se abrió hacia adentro. Con los labios suaves y delicados, tocó los míos, despacio, quieto, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo. No puedo precisar cuánto tiempo duró ese beso sin que necesitáramos parar para respirar, para mirarnos, para entender. Hay besos que simplemente hablan por nosotros. Hay besos que gritan como en agua hirviendo. Mis ganas de llorar fueron inmediatas, porque yo conozco mi boca, y cuando besa así, siempre, siempre, llora. Anticipándome a un desastre que nadie podía ver venir, quise resistirme mentalmente a lo que fuera que pudiera suceder. Qué caso podía tener? Dos minutos después me arrancó la ropa sobre la mesada del baño, empujándome contra el espejo, levantando mi pierna contra las canillas y haciendo que me muerda los brazos para no gritar.

Los dos en la misma cama de una plaza, absortos, con las piernas entrelazadas, en silencio, haciendo círculos con los dedos en el cuerpo del otro, mirando por la ventana.
El agua, los árboles, las nubes, las montañas.
No había otro lugar en el que quisiera estar en ese momento, o en cualquier otro momento, pero no lo dije, porque no lo digo, mi regla es nunca jamás decirlo primero. Aunque a veces la rompo, ya sé.
Me quedé callada porque no sabía cómo decirle, porque era demasiado pronto, porque es muy de minita “saber”. Pero yo ya sabía, porque las minitas sabemos, y nos tenemos que callar y no ser las pelotudas de Sex and the city, nos tenemos que callar y dejar que ellos se den cuenta solos, diez años después de lo que nosotras sabíamos a los 15 minutos. ¿Por qué? Porque estamos genéticamente dotadas con esa pelotudez. ¿Si él lo supo? No lo sé. No lo sé porque no dije nada, me puse las medias, la remera, abrí una latita y supongo que pensó que lo estaba echando, porque se levantó algo incómodo, se metió en el baño y supongo que deseó transformarme en pizza.

Nos miramos un rato antes de decidir que no íbamos a hacer nada al respecto de lo que acababa de pasar. A mí se me pusieron los ojos llorosos y él eligió darme un beso grande en la frente, sonreir con los ojos cerrados y decir “Las langostas gritan”, negando despacio con la cabeza, con una mirada tierna y divertida.
Se dio vuelta y desapareció en las escaleras al final del pasillo.
Me metí en la cama mirando el canal, lo vi aparecer en el camino, lo vi hacerse chiquito y perderse.
Cuando ya no estaba ahí, recibí un mensaje.

“Las langostas no tienen cuerdas vocales y vos sos lo mejor que conocí en la vida”.

Y esa, fue la última vez que nos vimos.

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De cristal

(pinche)
Cuando nací, ya estabas ahí.
Eras linda, apenas entendí la belleza, supe lo linda que eras.
Siempre me gustó tu pelo, incluso cuando te hiciste esos rulos horribles. Solías tenerlo muy lacio y finito y me gustaba, como todo lo tuyo, no sé si sabías, pero todo lo tuyo era genial. Al lado tuyo, las cosas geniales eran una bosta total, las personas tontas, los chistes aburridos, los dibujos feos, la música horrible. Todo lo que vos dibujabas, escuchabas, cantabas o comías, se volvía religión. Obligación.
No me avergüenza decirlo. ¿Por qué me avergonzaría de algo tan genial?
Te brillaban los ojos, reías como campanitas de cristal, quería escuchar tu risa para siempre, siempre, siempre. Porque cuando te ibas, volvían los miedos, la soledad, el silencio, el vacío. Cuando te ibas, nadie me agarraba la mano jamás. Nadie sabía lo que vos sabías, nadie podía entender.
Lloré todas las veces que tuviste que irte, pero eso sí me daba vegüenza decirlo. Aunque llorar siempre fue muy normal, muy común, muy de todos los días.
Llorar se volvió el nuevo reír.
El frío tomó todo por completo, el solcito de los almohadones a cuadritos rojos y blancos desapareció. Todo se puso oscuro, el brillo desapareció.
Me vino un frío imposible de abrigar.
Lo único que quería era un abrazo que durara 20 años, pero algo se electrificó.
Creo que te grité fuerte, lo más fuerte que pude, reclamé mi abrazo en todos los idiomas que sabía.
Pero el tuyo quizás no era uno de esos, porque solo recibí electricidad.

Rechazo toda esta enfermedad.
Rechazo la enfermedad que entristece, aleja y mata.
Rechazo todo lo que no haga brillar tus ojos.
¿Sabés que hubiera matado a golpes a quienes te oscurecieran, a quienes te dañaran? Hubiera matado a golpes a quien hiciera falta.

Te acercaste despacito y yo sonreí. De pronto era como lograr que todos los animales del bosque me miraran con amor. Te acercaste y aflojé mis hombros, ya sin tanto miedo a la electricidad.
Saqué la traba de la puerta y cerré los ojos, entraste, te sentaste, el bosque entero estaba ahí.
No sentí nada extraño en el momento, no sentí la electricidad, supongo que fue la felicidad, no me dejó ver más allá.
Cuando abrí los ojos, tenía el pecho abierto de par en par. Con la mirada fría y la cabeza hacia atrás, sostenías en tus manos mi corazón. Sin sangre, sin suspenso, sin terror. Sin drama, sin temblor. Sin más, lo mordiste mirándome a los ojos, sin brillo, sin vida, sin tener una sola duda.
Volviste a ponerlo en su lugar, te retiraste, me dijiste que era un secreto.
Cuando cruzaste la puerta, el vacío, el frío, la electricidad.
La mitad izquierda de mi cuerpo empezó a morir, lentamente, dejé de ser la misma: ya no habría música ni dibujos, ya no habría campanitas de cristal.
Descubrí que soy la persona a quien debería matar a a golpes. Descubrí que soy la causa, el efecto, el producto, la electricidad.
Me alejé, claro está.
Medio muerta y sin más fuerzas, me encerré en un palacio de moho y soledad.
Noticias tuyas sonaban acá y allá. Mis ojos se mojaron cada vez. Yo con mi corazón roto, vos, la electricidad.
Un médico dijo que puede sellar los impulsos eléctricos, que sellándolos, todo podría dejar de fallar.
La idea es meterse con un cosito por adentro de mi cuerpo, meterse en mi corazón, cerrar con unas cicatrices, cerrar y esperar.
Lloré en la Avenida Belgrano, ya no sé si tengo ganas de que me sigan tocando el corazón.
Lo digo reconociendo que soy un desastre de persona, que soy incapaz de ver mis defectos, que no me sale achicarme jamás. No sé si te acordás, pero hubo una época en la que no quedaba otra que ir al frente, no había tanta gente que te abrazara, no había tantos que dijeran “todo va a estar bien”. Creo que culpo a esa era, porque, si no, no sé qué fue lo que salió tan mal. Tuve que ir al frente e inventar una armadura que sirviera para cuando los demás quisieran atacar. Y bueno, después parece que no me la pude sacar. Parece que me las sé todas, parece que no tengo miedo, parece que todo me sale bien.
Pero, por si no sabías, te digo, que hace bastante frío por acá. A veces se abren las canillas y no se cierran jamás.
Y lamentablemente, los ríos no se llevan nada. Cuando el agua baja, el descontrol es total. No hay lluvia que lave todo el dolor, no hay río que se lleve las imágenes horribles con las que convivo hoy.
Y el agua, para colmo de males, conduce tan bien la electricidad. Cuando más lloro, más me electrocuto, más y más lejos parezco estar.

Hay unas ardillas en los bosques que no se dejan tocar, por más que les tires nueces y castañas, te miran desconfiadas, las agarran y se van. La leyenda dice que temen por su corazón.
Los animales del bosque me miran, dicen que es fácil, que debería hacerlo. Tus nueces las dejaste ahí, “si querés agarralas” me dijiste, un poco seca, un poco desinteresada, un poco como si todo fuera un trámite final.
No sé si quiero acercarme, no sé si quiero tus nueces.
No sé si sabés, pero resulta más difícil todo con el corazón mordido, digan lo que digan los demás.
¿Qué tenés pensado hacer cuando me acerque?
Ni siquiera me interesan las nueces, deberías saberlo ya.
Tan solo me interesaría saber si todavía son capaces de brillar tus ojos, si tus abrazos pueden durar 20 años, si las campanitas de cristal.