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Imagínense que lo que hay que transportar es un cerebro

(pinche)

Me levanté temprano y hacía un calor fuera de lo común para el mes de Octubre en Buenos Aires, en la calle, en la tele, en twitter, todos quejándose del calor.
Cargué el auto, subí a Ade y nos fuimos a la ruta. Todo bien salvo por un camionero que intentó pasarse del carril lento al rápido, sin tener nadie adelante, sin ningún motivo, y sin poner el guiño.
La frenada, el bocinazo y la puteada solo fueron comparables con el palo que se pegó Ade contra el respaldo de mi asiento. Pasamos mi casita de ruta 2 y seguimos hasta el Atalaya, bajé a comprar una docena de medialunas y nos fuimos hasta el Mcd para abastecernos de hamburguesas.
Con el asiento del copiloto vacío de copiloto pero lleno de comida para corazones rotos, traspasé la tranquera del lugar más hermoso sobre la Tierra.
Y mientras me comía unas papas y engrasaba el volante, pensaba, “Qué estoy haciendo?”
No con las papas, no con las medialunas, o con venirme sola al campo a deprimir sin fin… más bien con la vida.
Se lo preguntan alguna vez?
“Qué mierda estoy haciendo?”
Me lo vengo preguntando bastante seguido.
Son las 11 de la noche y recién acabo de terminar de digerir el angus tasty que me comí a las 4 de la tarde; o lo que es lo mismo; ya estoy lista para la primer medialuna.
Pongo agua para un té, Adela está increíblemente despatarrada en el sillón y suena “Ultraviolence”.
Y el silencio brutal no me permite estar sin pensar.
Estoy en esa edad en la que todas las conversaciones terminan en lo mismo.

-Hola, cómo te llamás?
-V
-Cuántos años tenés?
-33
-Estás casada?
-No
-Tenés hijos?
-No

Cara de dolor: no te casaste, no tuviste hijos, A TU EDAD, algo está mal con vos.
O peor, nadie quiso casarse con vos. O peor, no tenés instinto maternal, no te interesa formar una familia. Sos una abominación.
Los hombres le escapan a las azafatas de 33 sin hijos. “Esta me va a querer embocar un pibe”.
EMBOCAR UN PIBE.
Dios.
Me pude haber casado, pude haber tenido algunos bebés, pude haberlo hecho bien joven, o un poco menos joven, o ya madura. Pero no lo elegí; así como no elijo a los hombres buenos ni a aquellas cosas que son naturalmente bellas y buenas para mí.
El motivo es más bien simple: la ultraviolencia. El caos. La compulsión de repetición. Y no, no somos TODAS las minas así. Hay minas sanas, hay minas que no están echadas a perder y saben exactamente lo que quieren. Brindo por ellas.
Yo todavía lo estoy descubriendo, me lleva un poquito más de tiempo que a mis compañeras promoción 98.
Sí, creo en el amor, y creo en el amor eterno. Por desgracia con el amor eterno viene el acostumbramiento eterno, el embole eterno y pedir turno para garchar. Viene con el combo.

Imagínense que alguien decide transplantar un cerebro. Ay, cómo me encanta cuando en un vuelo nos dicen “Somos vuelo Incucai”, tenemos prioridad para despegue y aterrizaje y nada nos puede retrasar, llevamos un órgano dentro de una cajita de telgopor, un pedazo de alguien que acaba de irse de este mundo y que quiere regalarle a otra persona la posibilidad de un día más.
Ese órgano se transporta de manera súper cuidada. Lo recibo en mis manos como si fuera una casita de naipes hecha de cristal, no se puede caer, no se puede golpear, no se puede desarmar. No queremos ni siquiera mirarlo para no hacerle daño.
Bueno, imagínense que lo que hay que transportar es un cerebro. El mío. Lo sacan de la cabeza vieja, se les resbala y se les cae al piso; patinan y sin querer lo patean, va a parar a una esquina de la habitación que no está muy limpia y la enfermera con ébola le estornuda encima; se lo saca de las manos un médico y lo enjuaga con agua hirviendo, se cocina de afuera hacia adentro como cuando ponés carne picada en una olla con agua. Lo envuelven en una frazada y lo llevan por varios pasillos, suben a un ascensor que se queda estancado, se corta la luz y el calor empieza a descomponer a todos, el cerebro quiere derretirse pero no lo logra, se le pegan los pelos de la frazada, se recalienta el sistema del ascensor, se prende fuego, los enfermeros se salvan de milagro y 3 cuartos de cerebro también. Van corriendo al quirófano y chocan con un carro de limpieza, las ruedas le pasan por encima, lo fraccionan por dentro; quedando adheridos sus pedazos a la goma de la rueda. Lo levantan, lo cubren con una bata enlechada por médico de guardia y lo meten a la sala. El cirujano dice “Tardaron mucho, cómo está ese cerebro?” Se lo muestran avergonzados y el cirujano lo sopla y me lo mete en la cabeza. Me cose y cuando me despierto me dice “Estás nueva”. Yo sonrío contenta, abro los ojos grandes y me hago azafata.

Y vos me preguntás qué pasa conmigo.

HABÍA CUIDADOS BÁSICOS A TENER EN CUENTA CON MI CEREBRO QUE NADIE TUVO. ESO PASA.
Entonces ahora hay una fiesta en Pachá, y mis amigos están todos reunidos, hay un hombre que me ama pero al que no puedo elegir, mis gatitos están solos en casa y yo estoy en el medio de la ruta 2, escuchando la voz grave de Lana hablando de esos golpes que parecen como caricias, hablando de cortes en el cerebro que no se pueden coser.
Abro la puerta y afuera la noche es completamente negra. Los ojos terminan acostumbrándose a la oscuridad y empiezan a ver pequeñas luces, a centímetros del suelo, a un metro, a dos metros. Luces intermitentes color fluorescente, un hermoso vuelo de luciérnagas. Luciérnagas buscándose unas a otras.
Y de pronto, eso es todo lo que hace falta para que ésto cobre sentido; para tener fuerzas una vez más. Recuerdo aquella noche en la que la prioridad absoluta fue despegarle el pegamento de las alas a aquella hermosa firefly. No hay cerebro tan magullado ni tan deteriorado si somos capaces de rescatar una luciérnaga de las redes de una araña. Fue uno de los momentos más felices de los últimos tiempos, toda la energía, todo el amor, todo el universo estaba puesto ahí. Eso es todo lo que importa, esas pequeñas acciones de todos los días, esos pequeños lugares en los que me encuentro con Rocamadour, aunque jamás lo haya visto, aunque quizás jamás lo vea.

Le serví un plato de arroz con carne a Adela del lado de afuera de la puerta y salió, desconfiada, a la oscuridad de la galería. Metió la cola entre las patas y miró a su izquierda con las orejas levantadas, alerta. Comió rápido y sin dejar de mirar de reojo la esquina de la galería en la que Bamba se apareció por primera vez hace, exactamente, 4 años.
-Qué hay, Ade? Quién está?
Siguió mirando y un escalofrío me recorrió la espalda.
Hace 4 años nada más, apenas estaba empezando a abrir los ojos, apenas me estaban empezando a cicatrizar los puntos del transplante.
Y hoy, somos Adela y yo. Nadie más. No queda nadie más. Pero al menos, estoy despierta.

Se termina mi té. Lana recuerda que está llena de veneno. Miles de bichos golpean las ventanas para acercarse a la luz de adentro. Los aviones despegan, aterrizan. Adela sueña en el sillón.

Y yo me pregunto “Qué mierda estoy haciendo?”
Pero como no le voy a encontrar respuesta esta noche, abro la puerta, y salgo.
Porque el único compartimento de mi cerebro que está sano, es el de salvar luciérnagas.

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Podés pedir tu último deseo

(Pinche)
Golpearon la puerta con una fuerza tal que, aunque el miedo me calaba los huesos, tuve que levantarme de la cama. Los ruidos daban la impresión de que la madera estaba siendo destrozada con palos y hachas; el techo empezó a derrumbarse y entonces, sabiendo que en cuestión de segundos estarían dentro, destrabé la cerradura y me di vuelta despacio, dándoles la espalda y caminando lentamente ante sus ojos sorprendidos. Volví descalza y casi sin ropa a la habitación, me acosté, me tapé y me abracé a la almohada con los ojos cerrados.
De manera invisible rodearon la cama otorgándome un último deseo, entonces tomé el teléfono y te mandé un mensaje.
Mi último deseo: un mensaje.
Apreté los dientes sabiendo que esta vez me iba a doler como nunca, y sin tener un segundo para prepararme, sentí como un metal me atravesaba el cuerpo de lado a lado. El colchón se empapó de mi sangre y los gatos siguieron lamiéndose las patas sin percibir nada fuera de lugar.

Mis ojos se pusieron en blanco.

Solté el teléfono y mi mano quedó abierta y colgando de la cama, sin miedo a que ningún monstruo la agarrara e intentara tirarla hacia abajo.
El mensaje fue enviado; el teléfono permaneció estático en el piso.
Me sacudí en la cama luchando por seguir perteneciendo a este mundo, temblaron mis piernas, convulsionaron mis hombros, se fueron apagando mis ideas.
“Qué tonta es ésta” escuché decir a un invisible mientras miraba a otro que desconectaba la bomba de mis entrañas; “Cómo va a mandar un mensaje como último deseo?” y rieron, todos ellos.
La araña invisible sobre mi cabeza se movió de un lado a otro mientras me trepaba para verlos desde arriba.
Todavía se inflaba mi pecho cuando ellos empezaron a dar vuelta mis cajones por diversión; me borraban los archivos de la computadora, rompían las hojas de lo que jamás se convertirá en el libro vulgar. A ambos lados de mis ojos cayeron dos lágrimas que murieron en el colchón.
Ya nadie leerá esas páginas, ya nadie sabrá la verdad.
No podía moverme, como en ese sueño en el que te ves acostado en la cama y no podés encender la luz, ponerte de pie ni escapar ni de eso que te acecha.
Morí ante mis ojos. Todos mis animales se encontraban alrededor de mi cuerpo ensangrentado mirando hacia la lámpara, viendo como se columpiaba de un lado a otro. Sin embargo los invisibles no me advirtieron, desde arriba los vi salir de la habitación, triunfantes y hablando de su próxima tarea.
El colchón comenzó a gotear, el piso se mojó y las gotas abrazaron el teléfono. La marea espesa no logró moverlo de lugar pero empezó a cubrirlo, intentando dejarlo hundido en el fondo, oculto y olvidado para siempre.

Desde la araña, suspiré.
Nunca me había visto desde esa óptica. Creo que recién en ese momento pude ver que fui un bello ser. Siempre noté nada más que mis problemas, mis defectos, mis falencias; sin embargo, así tirada en una cama tan roja como los muebles, rodeada de letras escritas en papeles en el piso, de cables para recargar todo aquello que me conectaba con los demás y de mis 3 hijos de carne y hueso; me veía bella y trágica: como mi propia vida.
Decidí irme, porque ya no tenía nada que hacer allí. Pronto empezaría a verme fatal y la casa se llenaría tanto de curiosos como de lamentos.
Acaricié por última vez la hermosa piel de aquellos que me acompañaron hasta el final y atravesé la puerta sin hacer ruido.
Dentro quedó una casa de colores, valijas con ruedas gastadas, estantes repletos de comida rápida, perfumes sin estrenar, anillos en forma de corazón, mantas con pelos, hojas con historias que nadie podrá leer, animales mirándome con tristeza y un teléfono en el piso.
Mi cuerpo supo que pudo cumplir su último deseo y mientras en la pantalla se iba borrando con sangre lo único que quise dejar en claro, mi mente se esfuma sin saber jamás si el mensaje fue contestado.

Mientras tanto, la araña está quieta, afuera llueve y vos te estás duchando. La televisión está a todo volumen y a tu teléfono con dos por ciento de batería llega un mensaje que dice “Te voy a amar toda la vida”.