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Con curiosidad y el corazón roto, exiliada y puérpera, jugué un juego que no pensé que podía ganar. ( O sí?)
Con mi vestido azul de volados, seguí al conejo blanco. Lo seguí sin perseguirlo, pero haciéndole saber que quería seguirlo.
Quién hubiera sabido los túneles por los que me llevaría y las cosas que encontraría, no solo lo que aprendería de los demás sino las sorpresas que descubriría de mí misma.
Soñé con el conejo blanco probablemente toda mi vida. Eran pesadillas en las que jamás me encontraba a la altura, siempre fallaba. Nunca lo suficientemente preparada ni vestida para la ocasión. Me despertaba agitada y agradeciendo que no había sido real.
A fines de la pandemia, mi peor pesadilla se volvió tangible, me subí a un conejo con alas sin tener idea lo que tenía que hacer. A veces demasiado grande, a veces demasiado pequeña, el conejo todo lo ve.
Hoy lo recorro a oscuras, conociendo sus marcas y manchas, sus mañas, sus sonidos, sus defectos y su listado interminable de virtudes.
Me hice un café expreso y calenté la leche con la ruidosa y maltratada lanceta a vapor del galley delantero. Hablamos. Estaba sola, apoyada contra el mesón y eran quizás las 4 de la mañana. Ya saben ustedes; porque se los he contado, que en ese exacto lugar, entre el horno, la cafetera y el boiler, se encuentra el alma de los aviones. El genius loci del conejo blanco me tiene sin palabras, casi 3 años de estar sin palabras. Y no, no es sólo la confidencialidad la que me vuelve muda; es lo maravillada que estoy día tras día de haberme animado a seguir al conejo blanco y de sus incontables misiones secretas.
A veces nos arrastramos, de rodillas, golpéandonos la cabeza contra el techo de barro, cargando pesos pesados, muertos de sueño, más horas de las que jamás imaginamos, más carga en nuestros hombros de la que pensamos podíamos cargar. A veces, los banquetes son tan impresionantes, que preferimos guardarlos para nosotros. La recompensa es tan enorme, que al verla de frente cuesta creerla.
En la punta de la mesa, un sombrerero experto en casi todo; nos sirve, nos observa, nos elige, nos invita, nos exige y rie con una mueca casi imperceptible, tímida y silenciosa.
Tomamos el té, siendo nosotros mismos. Y esa es una de las cosas más increíbles que puedo describir. Cuántas veces tuvieron que acicalarse y disfrazarse de otro para asistir a un importante té? Pues no aquí. Con nuestras cabezas llenas de luces de diferentes colores, cada uno, simplemente es. Y las particularidades de cada uno, son festejadas en la mesa entera. La locura de cada uno, convierte a esta madriguera en un lugar genial. No hace falta pretender.
Aquí SOY. Y quien soy, alcanza.
Si se me caen las lágrimas es porque no siempre pude ser, y te aseguro que ser, es bastante importante.
Este túnel en el que ando metida está bastante lejos de casa, miro hacia atrás y no veo el resplandor de mi galería. Hemos doblado, subido y bajado tantas veces que no sé ni dónde ni cómo quedó mi hogar. Lo añoro. Quisiera respirar el olor del aire de mi living, ese que es solo mío, imperfecto, defectuoso pero propio. Los hoteles son impersonales, pulcros y ajenos. Llego cada noche con las rodillas embarradas y las uñas partidas de rascar. Al día siguiente plancharé mi ropa y mi pelo y encararé una nueva misión, casi sin dormir, mal comida y con el cuerpo viviendo en otro horario.
Trato de no mirar hacia atrás todo el tiempo. Intento recordarme que todo lo que anduvimos, se puede desandar para salir por el mismo agujero por el que entré; y que cuando salga, el pasto estará ahí y el sol de mis atardeceres privados me estará esperando. Mientras me recuerdo no caer, también hago una lista de todos los motivos por los que seguí al conejo blanco.
El primero son las nubes.
Los demás importan menos, pero pagar el gas suena una excelente opción; que nunca se enteren que si me lo pidieran vendría gratis. Que nunca se enteren.
Mi despedida de los aviones estaba escrita allí por el 2020, entre barbijos, muerte y paranoia, el puñal que me clavó el Bravo Sierra Juliet, recién empieza a dejar de gotear. Perdí mi familia y mi autoestima, y al día de hoy, me cuesta entender por qué la madriguera del white rabbit se presentó delante de mí. Ojalá algún día algún oráculo me diga cuál es mi superpoder. Así de destruídos nos dejaron, haciéndonos creer que no éramos buenos en nada, que no podríamos seguir adelante.
Resulta que en uno de los túneles, descubrí que soy buena en ser. Simplemente ser.
No tengo que fingir que amo los aviones, que me gusta servir a las personas, que el descontrol y el caos aeronáutico habita en cada célula de mi cuerpo con comodidad y pertenencia. Y dicen que donde no tenés que fingir, ahí es.
Así que, transito los 15 días que me quedan en los túneles con total normalidad y anticipando con alegría la vuelta a casa.
Seguir al conejo blanco, fue probablemente una de las mejores decisiones que tomé en mi vida, la vida entera me preparó para este momento. Si quiero que dure para siempre? Ni siquiera me interesa. Durará todo lo que tenga que durar, años, meses, días. Cuando termine, acariciaré su cabeza y con un último café le daré las gracias a su alma, por haberme recompuesto de uno de los dolores más grandes de mi vida. Porque fue el conejo blanco quien me puso de pie de nuevo y me susurró muy bajito, que nunca hay que dejar de pelear por los sueños.
Larga vida a la religión del avión.