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Cociendo habas

(Pinche si quiere escuchar la canción con la que fue escrito el post)

Tengo un guiso en el fuego.
Se cocina despacito y sin apuro.
Lleva años ahí.
Yo destapo la olla, lo huelo, lo observo, lo vuelvo a tapar.
Huele fatal.

Estamos preparados orgánica, genética y psicológicamente para arruinarle la vida a nuestros hijos del mismo modo del que nos han arruinado a nosotros.

Aunque creamos que no, tarde o temprano lo haremos.
¿O acaso ustedes creen que sus padres sabían lo que estaban haciendo cuando lo hacían?
¿O acaso creen que en ese manual que paren las madres después de parir al hijo, en el que está nuestro número de serie y la cantidad de cachetadas que necesitamos para resetearnos, viene en la sección 2.3.1 los pasos a seguir para cagarnos la vida?
No sé. ¿Viene?
Ustedes los que tuvieron hijos, ustedes las que parieron, busquen el manual! Lean las páginas! ¡Respóndanme! Ustedes son la clave del enigma.
Ya sé lo que me van a responder. Lo del manual es mentira.
¿Lo del manual es mentira? ¿Podrían jurarlo?
¿No será que lo extraviaron… no será que fue a parar al lugar donde van las medias perdidas… no será que se olvidaron dónde está guardado…? Quizás se les olvidó. Igual que se les olvidó mes tras mes, año tras año, década tras década, que ustedes lo iban a hacer distinto, que ustedes no iban a repetir historias.
Lo entiendo, buscan y buscan pero no encuentran el manual.
Puede ser que no exista, puede ser.
Sería otro de esos libros que recitamos de memoria como si los hubiéramos leído, como si alguien nos los hubiera dado como bibliografía obligatoria en el colegio, como si nos tomaran lección.
Está bien, no busquen más. Siéntense a la mesa que pronto va a estar la comida.
Vuelvo a la cocina, destapo la olla.
El guiso me mira a los ojos. Está hirviendo, desafiante, seco en la parte de arriba pero con lava en su interior.
Tomo una cuchara y le rompo apenas la corteza. La lava empieza a subir por las grietas.
Los comensales apoyan sus tenedores y cuchillos en la mesa, golpeando las puntas de madera contra el mantel y haciendo un sonido tribal.
Me van a comer cruda.
Hundo la cuchara con los ojos cerrados. Es casi orgásmico el camino hacia el saber.
El guiso entero bulle por la verdad.
Los caníbales de la mesa son mis hijos, son mis padres ¿Es lo mismo? No lo sé. Golpean con más y más fuerza, quieren información, quieren carne, quieren comer lo que les dé.
Respiro profundamente y revuelvo el guiso hasta tocar la olla. Despego el fondo de esta cocción, lo traigo hacia arriba, las habas de antaño ven la luz.
El guiso llevo haciéndolo toda mi vida, llevo cocinando, condimentando, bajando el fuego, subiéndolo… llevo tantos años junto a la hornalla, con tanta expectativa, con tantas ganas de saciar su hambre…
Finalmente todo ha sido revuelto, la olla se ha vaciado y está todo listo para comer.
Mis amadas hienas hambrientas babean en cuatro patas sobre la mesa, han desgarrado el mantel, han roto los vasos, se han comido el pan.
Camino sobre los vidrios rotos y mis pies sangran. Mis hijos caníbales hienas padres se abalanzan sobre mis piernas y trato de calmarlos con mi dulce voz.
Apoyo la fuente en el medio de la mesa y les sirvo, uno por uno, en sus platos.
Comen el guiso de mi vida sin pensar, sin degustar, sin disfrutar.
Lo comen porque lo necesitan, porque lo hice yo, porque tienen hambre y es lo único que hay.
Se quejan del olor rancio, se quejan de las habas, se quejan de la sal.
Se levantan de la mesa dejando los platos limpios, se levantan de la mesa y dejan todo ahí para que lo ordene, lo arregle, lo junte, lo limpie.
Los escucho mientras se alejan: se quejan de mi horrible guiso.

Yo me encojo de hombros, hice todo como estaba escrito; y la receta me la dio mi mamá.

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Ven, acércate. Te lastimaré para siempre.

¿Somos niños grandes?

¿No hemos crecido o acaso hemos crecido sin madurar?
La imagen del espejo le responde a mi pregunta.
“Siempre tendrás la edad de la primera vez que te rompieron el corazón.”
Llueve sin parar, tanto, que no me doy cuenta si estoy llorando o no.
¿A qué edad te soltaron la mano por primera vez? ¿A qué edad te enseñaron que todo era imposible, que no valías lo suficiente, que no eras capaz?
¿A qué edad te enseñaron que participar no vale la pena ya que nunca podrás ganar?
A mí me lo enseñaron a los 6.
Y no importa cuántos tatuajes tenga, ni cuántas tarjetas de crédito denuncie robadas con voz de mujer de 32… siempre seremos los niños que hemos sido; disfrazados de azafatas, de pilotos, de oficinistas, de vendedores, de productores, de médicos, de abogados, de maestros…
Había una vez una nuez. Esa nuez estaba hecha de cerebro. Ese cerebro era gris y tenía muchas células, venas, conectores y cosas flasheras.
En el medio de ese cerebro había un escritorio, unos papeles, un libro y un martillo.
Las 24 horas, en ese escritorio, trabajaba un juez. El juez estaba a cargo de dictar sentencia con su martillo, el juez decía SI el juez decía NO.
Lo que más le gustaba al juez era decir que NO. Era lo que le salía naturalmente, lo que estaba más acostumbrado a hacer.
No es que fuera malo el juez. Era severo y muy responsable. Se basaba en los hechos que aparecían en sus papeles y, según toda esa bibliografía, había que decir que no.
Las sentencias del juez, bajaban desde su martillo, filtrándose por el escritorio que estaba enchufado al piso por unos conectores de celulosa permeable.  El piso estaba hecho de nuez, o sea, de cerebro.
Me levanté un día a los 6 años, y al abrir los ojos, aprendí.
Aprendí durante 5, 6, 7 años. Me mareé y me desmayé.
Me desperté 20 años después y ahí seguía el juez, preso de sus papeles, de su escritorio, de su propia nuez.
Diciéndome que no, todos los putos días de mi vida.
Luchar por la libertad no es pelearse con la policía. No es pelearse con la Iglesia, no es pelear con Dios.
Ser libre es abrazar al Juez.
Ayer a la tarde desarmé la valija. Saqué el delantal del servicio, saqué el QRH, saqué la pinza y el contador.
Dejé todo arriba de la cama, besé a mis amores y partí.
Llevé conmigo lo que necesitaba para enfrentarme con él.
Llovía sin parar.
Caminé durante horas, la gente me empujaba, presencié asesinatos, suicidios, robos, enfermedades, fracasos y mucho dolor.
Pero finalmente llegué.
Subí las 320 escaleras que me separaban de su escritorio color nuez.
El estaba ahí.
Me vio llegar llorando, mojada, con mi carry on destrozado, los zapatos agujereados y los ojos borroneados.
Estornudé.
No dijo salud.
Abrí el carry y saqué un libro que decía FBO, lo sequé con las manos y mirándolo a los ojos, lo puse sobre su escritorio.
Tomó el martillo, golpeó la nuez y dijo que NO.
El libro se evaporó.
Revolví en el carry on, encontré un perrito de peluche, un galgo negro, flaco y narigón.
Volvió a golpear, volvió a decir que NO.
El galgo desapareció de mis manos en menos de tres segundos.
Saqué gatitos, saqué sillones, saqué un té verde con leche.
La nuez temblaba con cada NO.
El juez golpeaba con fuerza, su brazo no dejaba de moverse, era una ataque epiléptico de NO.
Saqué mi uniforme de azafata, saqué una bicicleta, saqué un pedazo de campo, saqué un rayo de sol.
Le ofrecí sopa de verduras, drogas duras, coca cola light.
Furioso después del último golpe, apretó un botón rojo y setenta guardias aparecieron, todos vestidos de nuez.
Lo único que me quedaba por sacar era una foto.
Levantó el martillo sin mirarla y cuando estaba por golpear, sin querer, la vio.
Apoyó el martillo al costado y levantó su mano.
Los guardias se evaporaron junto a los galgos, los gatos, el campo, el té verde con leche, los aviones, los sillones…
Tomó la foto con sus manos y la miró detenidamente.
En la foto estabas vos.
Un segundo después de mirarte, el juez se evaporó.
Todos los objetos volvieron a aparecer.
Guardé mi precioso galgo negro, guardé a mi princesa Leia, guardé mi avión.
Caminé por el laberinto nuez sin saber por dónde salir. En cada salida había un escritorio esperándome.
Finalmente lo entendí.
No habrá NO esta vez.
Ahora soy el juez de esta nuez.

Porque si no, es como estar muerto. Igual.

DSC_1690Todos nosotros deberíamos poder

hacer todas esas cosas
que tenemos ganas de hacer
sin que
todos nosotros le digamos
a los demás
que no pueden hacer
las cosas
que tienen ganas de hacer.
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Cambiar la configuración

Me llegó un mail.
Estoy sentada enfrente a la computadora, con un té con miel y limón a mi lado y Emma Hewitt en mis auriculares aullando que sigue esperando.
Lo abro, es un virus, algo que se esparció por todos lados y nadie se molestó en leer.
Lo voy a leer porque es Domingo, lo voy a leer porque no tengo amor y porque soy mejor para dar consejos que para vivir mi propia vida.
El mail dice debo salvar un perro, bajar dos kilos, hacerme depilación definitiva. El mail dice que debo viajar, que debo estudiar varias carreras, que debo comprar 15 empanadas al precio de 12.
El mail dice que mi pelo podría ser perfecto.
Que un auto me espera.
Que el tercer par de botas va gratis, que el terreno en Canning estuvo en mis sueños, que el  sillón en el que estoy durmiendo intenta asesinarme y que debo tirarlo ya.
El mail dice que estoy muerta, así que me chequeo el pulso.

Me tomo un ibupirac, un qura plus, un refrianex. Me tomo un valium, un rivotril, un alplax. Me tomo un té con leche, un campari, un fernet.
Me tomo un taxi, me voy a Ezeiza, me voy de acá.
Toco los perros de Madrid, toco perros en Paris, busco perros perdidos en Berlin. No hay.
Me duermo en un tren, me tomo otras pastillas.
Despierto en tu casa.
Qué hago acá?
Bajá a abrirme, me quiero ir.
Toco perros en la esquina de tu casa, vomito el té.
Tomo el 102 al planetario, está cerrado.
Entro al jardín japonés, le saco fotos a los koi, le tiro pastillas de colores, saltan, vuelan por encima de mi cabeza, hacen triple mortal, se zambullen y me guiñan los ojos, los acaricio y se me mojan las mangas.
Me voy.
Entro a un starbucks y me robo las mentitas. Le pido un té y le digo que me llamo “la concha de tu madre” pero no lo quieren escribir. Me niego a aceptar un té que no lleva mi nombre así que me voy.
Me siguen los perros.
Me despierto en mi sillón. Tomo ponstil forte. Me abrazo a la almohada, se mancha de limón y miel.
Me corre por las venas limón y miel.
Busco algo para ver el color de mi sangre, necesito un cuchillo, una tijera, una gillette.
Mientras sangro, vuelo por la habitación.
Esto es morir?
Esto es enloquecer?

Despierto en la pista de baile.
Todos bailan.
Los miro de cerca, sonríen, se abrazan, cantan.
Intento salir, son demasiados.
Llego a la puerta, salgo a la calle, dejé mi campera adentro.
Me apuro hasta 9 de Julio, cruzo corriendo, me miran los perros, me siento en Lima y Moreno, me quedo esperando acá.

Pasan las horas.

Un auto frena, me subo.
No sé quien es.
Me deja sobre la ruta 2.
Camino 3 kilómetros, abro con mi llave y me meto en la cama.
Se fue el frío.
Y me quedé tan sola.

Los he enterrado a todos.

Abro los ojos, estoy en un avión.
Decido hacerme un té.
Me río de algunos chistes, me pinto las pestañas, miro por la ventana.

Dónde están todos?
Dónde estamos?
Esto no es un lugar.
El cielo no es normal, qué hago acá?
En este preciso momento, no estoy en ningún lugar.

Respiro profundo.

Qué bien que está no estar en ningún lugar.

Abro los ojos, se ha enfriado mi té.
Chequeo mi pulso, parece normal.
El mail va a la carpeta de spam.
No se puede creer en todo lo que uno lee.
Ni en todo lo que uno mismo puede llegar a pensar.

No se puede creer en uno mismo.
Definitivamente no.