Los tripulantes tenemos la maravillosa capacidad de crear en lo que dure un vuelo, un tramo, dos tramos, o cuatro… una relación con nuestro compañero de galley, de profunda intimidad. Nos contamos cosas como si nos conociéramos de toda la vida, nos atrevemos a esa terapia no planificada como si todo lo que dijéramos fuera a quedarse ahí, suspendido en el aire, sobrevolando esa laguna a 30.000 pies.
Después de compartir nuestros secretos mejor guardados, esos que quizás no contamos ni a nuestros amigos, o de confesar esos pecados que no nos decimos ni a nosotros mismos… esa persona que estuvo en ese lugarcito frío pero cálido a la vez, se convierte en algo especial.
Y al cruzarla la próxima vez, el abrazo fuerte es genuino, la sonrisa y la alegría por vernos es mutua y; en esa complicidad, sin saber bien por qué o qué fue exactamente lo que pasó, sabemos que hemos creado algo fuerte.
Doy fe de eso!